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Prólogo




Todo parecía transcurrir con normalidad aquella noche de agosto. Bien era cierto que aquel año, en 2010, la economía no había sido precisamente abundante, pero aquello no estorbaba al nuevo matrimonio.
Los Brigham, inmersos en aquella espiral de felicidad y pasión, parecían ajenos a las dificultades que tenía medio planeta para llegar a final de mes.

Y bien era cierto que todo aquello era un bello cuento de hadas que no parecía tener fin. Melissa Brigham, de un metro y setenta y dos centímetros, parecía haber encontrado finalmente la felicidad tan anhelada tras años de densa oscuridad.

Melissa provenía de una familia adinerada originaria de Dartford, Londres.
Su padre, Arthur Shore, había encontrado la fortuna casándose con Miranda Lawrence, la rica heredera de un imponente magnate de Londres, por lo tanto Arthur decidió conservar el apellido de su mujer. Aquello fue algo bastante criticado en Dartford, pero en cuanto la imponente figura económica de Arthur se hizo relevante las bocas cesaron en su empeño de humillarlo para adorarlo.

Arthur y Miranda estaban muy arraigados a las costumbres católicas, por lo que intentaron por todos los medios hacer que su preciosa hijita de pálida piel siguiera sus pasos. Fue tanta la fascinación de sus padres que decidieron internar durante algunos años a Melissa en una escuela católica de Londres. Aquello no era más que una triste excusa para deshacerse de la niña durante un tiempo, pues sus continuos cuidados no hacían más que estorbarles, y las galas benéficas y las fiestas en yates de lujo no entendían de niños.

Durante su estancia en el colegio, Melissa tuvo que intentar adaptarse a toda costa a su nueva vida. Su larga cabellera azabache ahora se veía ceñida a la cabeza por dos recatadas trenzas. Sus vestiditos caros de niña de alta sociedad se vieron sustituidos por aburridas vestimentas negras que le cubrían desde la garganta a los tobillos. Tan sólo el brillante crucifijo que colgaba del cuello hacía destacar un matiz de luz en tan monótona oscuridad. Su expresión de repulsión hacía pensar que algo no cuadraba. Aquella niña, de aparente fragilidad, parecía poder desatar en cualquier momento una ira descontrolada, pero nunca llegó a pasar. Sus ojos, aquellos grandes ojos negros de largas pestañas, albergaban un creciente odio silencioso que todos temían pero nadie decía nada al respecto.

Pero, además, los cambios mentales también comenzaron a brotar en la pequeña niña retenida. Su curiosidad por lo que tantos días las monjas pronunciaban como prohibido hizo que Melissa se interesara por todo lo oscuro, por todo lo que aquellas Parcas temían.
¿Por qué temían tanto aquellas mujeres a las energías naturales de la Tierra? No lo llegaba a entender. Llegaban a prohibir cultos, filosofías, tradiciones y maneras, todo para que el yugo de su religión pudiese anteponerse a todas las demás, demostrando así una hegemonía arcaica. Y así lo veía ella. Con tan sólo ocho años la pequeña heredera del imperio Lawrence ya tenía claras sus perspectivas acerca de la vida, y sabía que el hecho de imponer un culto con una pasión tan cruel como enmascarada, le hacía pensar que el mundo estaba loco.

Entonces no sabía cómo expresar aquel sentimiento, pero años más tarde descubrió la palabra perfecta: misantropía.
Melissa no era especialmente social, pues, había conseguido ser la típica chica marginada de clase, y todas sus compañeras intentaban evitar estar demasiado cerca, puesto que además de sentirse inferiores estando con ella, la mirada de Melissa albergaba una ira contenida que hacía retroceder hasta a las monjas más experimentadas. El odio que se acumulaba en su pequeño cuerpo crecía cada vez que recordaba a sus padres, al trato que le habían dado y a su encarcelamiento en aquella escuela llena de fanáticas.


Al cumplir quince años Melissa logró salir de la escuela gracias a una orden de su abuela, Claire Shore, la cual residía en una lejana ciudad de la que Melissa nunca había oído hablar. Ni siquiera había oído hablar de su abuela.
Claire, su abuela paterna, estaba afincada en un pequeño pueblo llamado Carmyle, a unos cuantos kilómetros de Glasgow, mas aún no había logrado ubicar exactamente su situación.

En una carta recibida y leída secretamente por Melissa, ya que sus padres acostumbraban a invadir su intimidad, Claire le comunicó que si conseguía sacarse un título digno de cualquier estudio, suya sería su casa de Carmyle, por lo que podría alejarse de tan angustioso ambiente.

Pero, la vida de Melissa no fue fácil, y su padre la obligó a estudiar durante años una carrera que no deseaba; Derecho.
Durante el tiempo que Melissa tendría que haber invertido a sus estudios de Derecho, otras ciencias ocuparon su mente, siendo el ocultismo toda su pasión. Su secreto.

Finalmente, al cumplir diecinueve años y viendo que las leyes de su padre se deterioraban a medida que ella iba alcanzando la madurez, Melissa abandonó la universidad, y también la mínima confianza que sus padres habían depositado sobre ella. Pero, entonces, pensó que su sustento dependía exclusivamente de ellos, por lo tanto, decidió estudiar Administración y Finanzas, siendo ese el único modo de poder continuar viviendo en la gran mansión inglesa, bautizada tantos años atrás como Casa Lawrence.

Aquello supuso que su padre, de un temperamento descontrolado, dejase escapar alguna que otra bofetada en la delicada cara de su hija. Incluso hubo una temporada que sus padres, cansados de la rebeldía de Melissa, decidieron encerrar a la muchacha en su habitación. Únicamente Susanne Doyle, una asistenta de la familia, tenía permiso para entrar y ponerle un plato de comer, por lo demás, tenía todo lo que necesitaba, según Miranda.
Ella creía que con una cama, un plato de comida y el cuarto de baño adyacente tendría suficiente, y así sería hasta que claudicara en sus estúpidos pensamientos de niña consentida.
Además, temiendo que Dios les castigase, Miranda rezaba cada noche por el bien de Melissa.

Melissa ya era consciente de que aquél estúpido curso al cual tampoco ponía demasiado interés, era la perfecta tapadera para su liberación. Con el título de administrativa contable, su abuela, de la que sólo conocía el nombre, le permitiría vivir en Carmyle.

Al cumplir veintitrés años, con el título de administrativa y un escueto currículum como recepcionista de biblioteca, logró culminar su deseo.
Pero para que aquello ocurriera, antes habían sucedido unos sucesos que marcaron la vida de Melissa de un modo que, sinceramente, no le impresionaba demasiado.

Una tarde de invierno, mientras Melissa releía el mito de la caverna, un agente llamó a la puerta. Le recibió la señorita Hemlock, una de las asistentas más veteranas de Casa Lawrence.
Cuando habían pasado unos minutos, la señorita Hemlock pidió a Melissa que se presentase en el salón principal.
Allí, el agente Anderson, le comunicó la muerte de sus padres.
Ambos habían fallecido en un accidente de coche volviendo de una gala benéfica en Newington.
Pero el horror no fue la muerte de sus padres –que más bien supuso en extraño alivio para ella- sino la traición que habían llevado a cabo.
Así pues, Melissa Lawrence vio como su nombre no aparecía en el generoso testamento. En su lugar había escrito el nombre de Paul Hamilton. Aunque Melissa sabía que Paul y sus padres eran amigos desde los inicios de la Tierra, sabía que aquello era una especie de acuerdo.

Arthur Lawrence siempre había confiado en Paul, y admiraba su destreza en los negocios. Los Lawrence eran grandes e influyentes gracias a sus muchas empresas de comercio internacional. Importaban y exportaban variedad de género, pero con los años se habían especializado en los automóviles. Finalmente los Lawrence se unieron a una empresa que producía piezas para coches y así llegaron a ser un gran imperio.

Pero todo aquello necesitaba reuniones constantes, mantenimientos y demás, y fue en una de las reuniones donde Arthur fortaleció su amistad con Paul. Allí descubrió que Paul Hamilton, que había creado su propia empresa, Hamilton & Sons -un poco extraño dado que sólo tenía hijas, pero según él sus empleados eran como sus hijos-, era un importante magnate con una cualidad única para ganar beneficios.

Cuando vio el nombre de Paul Hamilton en aquel papel lo comprendió todo.
Sus padres nunca habían confiado en ella, y antes de dejar su imperio en manos de una hija no deseada preferían ofrecerla a un hombre influyente y poderoso.

Aquello marcó un hito mediático. Las firmas Lawrence y Hamilton & Sons se fusionaron, creando Lawrence & Hamilton.
Desde entonces, L&H comenzó a ganar más beneficios, y su fama subió como la espuma.
A la prensa rosa le importó más la oscura historia que rodeaba a la desheredada Melissa Lawrence, pero ella hizo lo posible para pasar inadvertida.

Un año más tarde, habiendo pasado los últimos meses viviendo en un motel de mala muerte, despojada de los lujos en Casa Lawrence (rebautizada como Villa Hamilton), la luz volvió a encenderse en la vida de Melissa. Quizá tan sólo era una pequeña llama que brillaba tímidamente, pero aquello le bastaba.
Con los años aprendió a conformarse con poco. Aquel mundo estaba hecho para desalmados.

Gracias a los ahorros obtenidos por sus trabajos en la recepción de la biblioteca pública de Dartford, Melissa compró un billete de avión que la llevaría hasta Glasgow, y de allí cogería un tren que la dejaría en Carmyle.

Pero nuevamente la vida le dio un revés, y cuando llegó al pequeño pueblo norteño se enteró que Claire Shore había fallecido la semana anterior.
Y como si todo fuera un juego del destino, Melissa encontró las llaves del hogar bajo la maceta de terracota de la entrada. Una vez dentro encontró todos los papeles que más tarde fueron legalizados, tornándose una vivienda legítima.
Además, gracias al duro trabajo de Claire durante años y años, la casa estaba limpia de hipotecas, y sólo debía preocuparse de las facturas típicas como la luz, el gas, el agua y el teléfono.

Un año más tarde, mientras Melissa paseaba por Laurelbank Rd, observando la sencillez de sus casas y del verde de los parques, se topó con Robert Brigham, un joven de veintisiete años con un prometedor futuro en la empresa familiar.
Desde hacía años, Melissa había intentado alejarse lo máximo que pudo de los medios, y casi lo había conseguido. Su nombre surgía de vez en cuando en algún debate televisivo, pero ya casi nadie la acosaba.
En aquellos tiempos la firma L&H estaba pasando unos tiempos de crisis y todo el peso mediático había recaído en ellos.

Pero entonces Robert Brigham se percató de la presencia de la desheredada, tal y como la habían bautizado innumerables medios de comunicación.
Melissa actuó a la defensiva cuando Robert intentó entablar conversación con ella como una fiera acorralada, pero poco a poco la voz encantadora del que se convertiría en su marido tres años después fue ganándose un hueco en la vida de la solitaria Melissa.