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lunes, 21 de marzo de 2011

El origen

Una calurosa noche de agosto, en la refinada casa de Alexandros, donde todo era oro y superficies tan pulidas que devolvían el reflejo, Talos Alexandros se agitaba en la cama con movimientos bruscos. Estaba enfadado. No podía dormir, y cuando no podía dormir en las noches calurosas de agosto se enfadaba.


Y aún alimentaba más su enfado el hecho de que por la mañana tendría que presentarse en la casa de Vita Hessar para contraer matrimonio con ella.
Era una muchacha joven, de buena familia y belleza arrebatadora, pero Talos no sentía ningún sentimiento por ella.
Pero, ¿qué importaban sus sentimientos? Él era el joven heredero de la importante firma Alexandros y tenía que cerrar el acuerdo con los Hessar casándose con su joven hija.

Y no había nada más importante que ser el dueño absoluto de la empresa y controlar así tantos destinos como se propusiera.
Pero la noche era indómita y parecía querer mantenerlo despierto para que al día siguiente tuviera tantas ojeras como poco atractivo en su mirada. Y aunque nada sentía por aquella joven deseaba ser reconocido como el bello y poderoso hijo del clan Alexandros.

Y entonces, cuando un perezoso mar de nubes ocultó las lunas, los ojos de Talos se cerraron y el sueño acudió a él tan lentamente como las nubes arrastrándose por el firmamento.

¡Qué lugar tan fantástico! Talos se encontraba en el colorido claro de un bosque tan vivo y brillante que podría cegar a los desprevenidos.
¿Y qué era aquel aroma? Le resultaba muy familiar. Con paso torpe caminó guiado por el aroma hasta salir del estrecho bosque, donde un sendero excavado en la tierra serpenteaba entre los altiplanos recubiertos de vegetación, rocas y musgo.

El aroma era el típico olor que desprendía una deliciosa tarta de queso enfriándose en el alféizar de alguna ventana.
Era extraño. Talos no recordaba haber comido tarta de queso pero su aroma era tan inconfundible como agradable. Era como recordar viejos tiempos. ¡Sí, eso era! ¡Estaba recordando los viejos tiempos!
No podía perder más tiempo.

Girando en la curva que describía el camino Talos llegó a lo que parecía una avenida -aún teñida por el tono arenoso del sendero incivilizado- flanqueada de hermosas casas. Todas ellas eran altas, de paredes blancas y tejados rojizos. Había muchos jardines en perfecto estado. Los setos que poblaban las parcelas estaban trabajados al detalle y algunos describían ardillas jugando, unicornios bebiendo en los estanques o dragones echando a volar.

Pero lo que le llamó la atención fue el hecho que en el patio de una casa había dos personas, y una de ellas estaba de espaldas a Talos. Pero ambas, pues eran mujeres, estaban sentadas como protegiendo una enorme y esponjosa tarta de queso.

A Talos le rugió el estómago, así que subió los peldaños de la escalera hasta llegar al patio elevado.
Qué extraño. La mujer que estaba de espaldas había desaparecido.
Ahora sólo quedaba la mujer de la edad de su madre que le miraba fijamente. Talos se sentó y aspiró el aroma de la tarta. Ya estaba fría.

La mujer le cortó una porción y Talos comió deleitándose con cada mordisco. Estaba realmente deliciosa y su queso era tan ligero, tierno y cremoso que se deshacía al contacto con la lengua. Además, la mujer había rociado la tarta con una mermelada especial de fresas y frambuesas y aquello daba la nota final a tan excelente postre.

-¿Quién era la mujer que estaba aquí sentada? -preguntó Talos al terminar el pastel.
-Temía que no lo preguntaras nunca -respondió ella-. Si te interesa saber quién es deberías ir a buscarla.
-¿Por qué? Ni si quiera la conozco. Estoy demasiado ocupado. Mañana me caso.
-¿Dónde están tus maquetas?
-¿Qué? -preguntó Talos con una ceja alzada.
-Si la quieres encontrar, sé honesto y la alcanzarás.

La mujer extendió el brazo sin acompañarlo con la mirada y el dedo índice mostró un lugar en la lejanía. Entonces Talos vio a lo lejos una silueta diminuta convertida en tizón a causa del contraste con el sol. La chica corría sobre un camino de tierra que serpenteaba tímidamente en dirección a la cima del monte donde se encontraban.

¿Por qué tendría él que seguir a esa desconocida? No valía la pena. Él se casaría con Vita y todo quedaría zanjado. Se convertiría en su padre. Se convertiría en su querido padre. ¿Era eso? Él se convertiría en su padre. ¿Quería eso? Tenía miedo. Sería su padre.
Antes de que se diera cuenta que no dejaba de repetir preguntas en su cabeza sus pies ya se habían puesto en marcha y corría apresuradamente sobre el camino de fina tierra.

En un recodo del camino medio oculto por el denso follaje de un naciente bosque, un hombre de aspecto altivo y vestido con ricos ropajes de la alta sociedad detuvo sus pasos al encontrarse Talos con la palma de su mano derecha.
En la izquierda el hombre tenía una pipa humeante con la forma de la cabeza de un dragón.
Aspiró una buena bocanada y luego soltó el humo en la cara del muchacho.

-Y bien -dijo el hombre sin ni siquiera mirarle-, ¿quién eres tú?
-La pregunta es: ¿quién eres tú y por qué bloqueas mi camino?
-Lo cierto es que no me sorprende que no sepas quién soy. Soy un desconocido que obstruye tu camino.
-Sí, eso ya lo sé. ¿Puedes dejarme pasar? Tengo que encontrar a esa chica.
-Ni si quiera me interesa saberlo. Sólo tengo una pregunta: ¿Quién eres tú? -repitió el hombre dando otra bocanada al grisáceo y denso humo que empezaba a cubrir de niebla al bosque.
-¿Por qué tendría que hablar contigo? ¿Son acaso estas tus tierras? ¡Déjame pasar!
-¿Quién eres tú?

El hombre parecía no cansarse repitiendo esa pregunta, y así estuvieron durante más de diez minutos. El humo de la pipa ya lo cubría todo y Talos no veía sus pies.
Entonces se le ocurrió una idea brillante. El hombre en cuestión parecía admirar su colgante: una gema de rubí en talla de esmeralda que brillaba como cien soles.
Si tanto la gustaba no le importaría ir detrás de ella.

Así fue como Talos se deshizo de su collar. Lo desató de su cuello y lo arrojó lejos por detrás de su espalda. El hombre arrojó la pipa, hizo a un lado al muchacho y corrió con la lengua fuera. En cuestión de segundos se puso a correr a cuatro patas y cuando dio un salto por encima de la niebla se había convertido en un gracioso perro de baja estatura y denso pelaje pelirrojo.

Talos no se quedó a averiguar el motivo de tan extraño suceso y corrió sobre lo que creía que era el sendero, pues la niebla ocultaba todo de rodillas para abajo. Y ni si quiera se había percatado de la muda del cielo. El sol ya había desaparecido y en su lugar las dos lunas observaban como dos grandes ojos tan blancos y puros como la bien preciada leche del granjero que rehusó al amor de su vida.

La montaña parecía crecer. Pero también era probable que el ánimo de Talos decayese con cada kilómetro recorrido.
Entonces a un lado del sendero vio a una mujer a los pies de un pozo de piedra. Tenía en sus manos dos pequeños sacos de piel.
Cuando la mujer le vio le hizo señas y Talos se acercó.

-Joven del bosque, ¿podrías ayudarme en mi cometido? -preguntó ella.
-¿Cuál es el problema, mi señora?
-He de arrojar estos sacos al pozo pero no puedo hacerlo yo sola. ¿Ves esa palanca? Hay que tirar de ella y mantener ahí la mano para que la portezuela se abra y así arrojar los sacos. Pero no tengo la suficiente fuerza como para sujetar la palanca y tirar un saco, pues pesan seis kilos cada uno.
-¿Qué hay en esos sacos? -al segundo de formular la pregunta los sacos se movieron y del interior pudo oír los llantos de unos bebes. Talos se enfrió y un escalofrío le recorrió la piel.
-¿Por qué esa reacción? -preguntó la mujer-. Tú ni siquiera sabes quién eres. Yo sí sé quién soy. Soy una bella mujer que no va a permitir que estas niñas me roben la belleza. Cuando nacieron nunca pensé que podrían superarme, pero ahora que tienen más tiempo he visto que sí pueden. Así que las arrojaré  al pozo y yo seguiré siendo la más hermosa.
-Soy Talos. ¡Deberías de dejar de hacer eso! ¡Son tus hijas!
-Dime, ¿quién eres? -preguntó la mujer de belleza exótica.
-Acabo de presentarme. Soy Talos Alexandros.
                                                 -¿Quién eres?
                                                 -¡Acabo de presentarme!


Y, tal y como había ocurrido con el hombre de la pipa, Talos y la mujer se vieron inmersos en aquella espiral de preguntas sin sentido durante más de quince minutos.
Cuando las fuerzas de Talos comenzaron a desfallecer, el muchacho tuvo una idea.
El hombre de la pipa no le había mirado directamente a los ojos, sino que miraba con pasión su colgante de rubí. Algo similar ocurría con aquella mujer, pues su mirada se paseaba por su ropa con un gran interés.

Sin saber muy bien qué estaba haciendo, Talos se quitó la blusa y los pantalones de piel arenosa y los arrojó a los pies del pozo.
Pronto sintió frío, pues tan sólo vestía un ancho calzón de lino y unas botas de media caña de cuero. Era un joven que jamás había hecho deporte pero tampoco era muy dado a comer entre horas, así que tenía el aspecto de cualquier mozo de quince años de estructura delgada e incluso huesuda.

La mujer soltó un grito de euforia al ver la ropa al suelo y dio un salto desde su posición. Nada más tocar el suelo la mujer se había convertido en un labrador de negro pelaje. Su cola se agitaba de emoción y su hocico olfateaba con nerviosismo la ropa. Y entonces de los sacos surgieron dos pequeños perros de la misma raza que caminaban torpemente.

La perra se estiró sobre las ropas y dejó que sus cachorros se amamantaran de ella sin poner resistencia.
Talos cada vez estaba más confundido. ¿Por qué esas personas se convertían en perros? ¿Por qué tenían tanto interés en saber quién era? ¿Qué sabían de él? O quizá la pregunta era: ¿qué sabía él de él mismo?

Formulándose estas preguntas Talos continuó escalando la montaña sobre aquel sendero arenoso cubierto parcialmente por la niebla hasta que finalmente llegó a un claro. El camino se hizo más ancho hasta convertirse en un círculo de tierra rodeado por la espesa foresta.
En el centro del círculo se erguía un pedestal de mármol y sobre él la figura de dos perros. A la derecha había un ladrador sentado de porte majestuoso y a su izquierda un pequinés de denso pelaje que escrutaba el horizonte con ojos pétreos.

Una muchacha de cabello ondeante y negro acariciaba con su mano pálida la fría superficie del pedestal. Estaba desnuda pero Talos no sintió ningún tipo de vergüenza. Él estaba casi desnudo pero parecía ya acostumbrado.

-No puedo subir al pedestal -dijo la muchacha-. No puedo subir.
-¿Por qué no puedes? -preguntó Talos.
-Porque no sabes quién eres.
-Sé quién soy. Soy Talos Alexandros. Tengo diecisiete años y vivo en Virana. Cuando tenía cinco años mis padres murieron en una de las muchas guerras de este mundo y me quedé huérfano. Pero entonces los Alexandros me adoptaron. Desde ese día me instruyeron y ahora soy el heredero de su fortuna.
-¿Qué hay de tus maquetas?
-¿Mis maquetas? -entonces Talos recordó, como fulminado por un rayo, cuando tenía cinco años y aún vivía en el campo. Su padre y él siempre estaban fabricando maquetas de aviones y era lo que más feliz le hacía. Una lágrima recorrió su rostro y cayó de rodillas. La muchacha soltó una risilla.

Cuando Talos se enjugó las lágrimas volvió a levantar el rostro pero la chiquilla había desaparecido. Pero en el pedestal había una nueva figura. Al lado del pequinés había un dogo sentado con más gracia aún que el labrador.

Talos se acercó al pedestal y acarició la superficie de la piedra en la que estaban tallados los perros y dio las gracias.
La niebla acudió a él como invocada por voces mudas que surgían de sus adentros.

Al abrir los ojos Talos se encontró en su cama. Había llorado, pues tenía los ojos húmedos y le picaban. Aún era de noche y afuera el cielo estaba nublado.
Pero nada podría nublar su corazón. Ahora Talos sabía quién era y lo que quería.

Así fue como Talos rechazó la propuesta de matrimonio con Vita, enfureciendo mucho a sus padres, y trabajó duramente durante muchos días en la maqueta de un avión de guerra que vendió a un módico precio.
Durante años Talos trabajó vendiendo maquetas y aquello le sirvió para abrir su propia empresa.

Con veinticinco años Talos Alexandros vivía en su antigua casa, en la que se había criado hasta los cincos años, tenía tres perros; un labrador, un pequinés y un dogo, y además estaba casado con una muchacha que conoció en la tienda de maquetas.
Su vida era plena y además disfrutaba cada día con el regalo de la verdad que había descubierto desnudando su alma.

5 comentarios:

  1. ¡Por fin! El viernes me dejaste sin mi dosis diaria de cuentos :(.

    En cuanto a mi valoración de éste, me ha gustado mucho, sobre todo el final, pues da un mensaje muy importante :). ¡Sigue así! :*

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  2. Ay, mi Dani cómo me anima ^^ Me alegra que te haya gustado. ¡Muak! ¡Ya queda menos para la WWE!

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  3. ¡¡¡Sííí!!! ¡¡Qué ganas de verte!!

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  4. Nada más importante que descubrir nuestra verdad y vivirla con pasión :)

    Muy bonito!

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