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martes, 6 de diciembre de 2011

Capítulo XI

3 de septiembre de 2019







El día era lluvioso. Las gotas caían desde el cielo como lágrimas desconsoladas. El corazón de Robert también había roto en llanto, pero el silencio que había adquirido tras días de sufrimiento le sirvió para poder llorar en soledad sin tener que preocuparse de las falsas muestras de apoyo de los demás.
Su vida era un infierno.
Amanda y Charles Connor estaban muertos. Jessica había desaparecido. Jared estaba internado en un centro de psiquiatría debido a su intento de suicidio y a su reciente caída en el mundo de las drogas. Y Melissa estaba en coma.

Melissa había caído en lo que parecía el sueño eterno durante el proceso de operación en el Gartnavel General. Él estaba informado y conocía los riesgos. Firmó los papeles. Sabía que aquello era una posibilidad. Pero en su interior rezaba para que fuera una posibilidad tan remota como imposible.
Y, sin embargo, así ocurrió.
Desde la operación Melissa estaba ingresada en el hospital mientras las máquinas hacían las funciones básicas para mantenerla con vida.

Y Robert necesitaba un respiro. Había pasado muchos días en el hospital sin ver nada nuevo, y el doctor Andrews le había aconsejado que fuera a su casa a descansar.
Así pues, Robert Brigham estaba sentado en la butaca del jardín trasero protegido por el porche de madera y tejas mientras la lluvia caía sobre Carmyle.
Su lata de cerveza estaba vacía.
Pensó en levantarse para coger otra pero su cuerpo no respondía.

Entonces sonó el timbre. Robert miró por el rabillo del ojo pero no se levantó. ¿Quién podría ser? Lo cierto era que le daba igual. Sonó de nuevo.
Ya se cansarían. Él estaba demasiado ensimismado como para levantarse, abrir la puerta y fingir interés en la visita que quería pasar por su casa.
Pero entonces alguien abrió la portezuela de la valla que cerraba su casa y entró en el jardín trasero.

Debajo de un paraguas azul oscuro se encontraba la inspectora Donna Meyer con el rostro severo. Vestía tan formalmente elegante como siempre y su cabello corto estaba perfectamente recogido.
Donna observó a Robert y estiró sus gruesos labios mientras subía los tres peldaños que conectaban la porción de tierra encharcada con los tablones del porche.
Cerró el paraguas y se sentó en la otra butaca. La misma en la que solía sentarse Melissa mientras leía algún libro.

-Robert, deberías descansar –dijo finalmente. Él, tan cansado como aletargado la observó. Entonces Donna pudo ver de cerca sus profundas ojeras moradas, su barba descuidada y su pelo enmarañado.
-Ya no puedo descansar. Ya no puedo dormir. Me meto en la cama para estar la noche entera dando vueltas. Cada vez que cierro los ojos veo a mi mujer tumbada en esa cama del Gartnavel Hospital. Y cuando intento deshacerme de esa imagen veo los cuerpos decapitados de los Connor y siento la ausencia de mi hija. ¿Dónde estará? Si es cierto lo que me dijiste Jessica podría haber sido… violada y asesinada por ese tal Vincent Addams. Dios mío, no lo puedo soportar –Robert hundió el rostro entre sus manos sin llorar. Parecía tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para hacerlo. Donna dejó a un lado el paraguas, se humedeció los labios y se aclaró la voz antes de hablar.
-Robert, te debo una disculpa. He sido muy poco profesional en lo que respecta a mantenerte informado con datos verídicos y concluyentes. Tienes que saber algo importante –Robert alzó el rostro y miró a Donna Meyer con pesar-. Se ha determinado que Vincent Addams es culpable de violación y asesinato. Violó y asesinó a su primera víctima cuando tenía dieciséis años. Estuvo preso durante veinte años y luego volvió a las calles para reincidir en sus delitos. Durante más de diez años ha violado y asesinado a trece mujeres que van desde los once hasta los veintisiete años.
-¿Desde los once? ¿Entonces con respecto a Jessica…?
-No –interrumpió Meyer-. Vincent Addams ni siquiera conoce a Jessica. Ni siquiera estuvo en la casa de los Connor.
-Pero dijiste que se encontró sangre de Amanda en unas monedas alemanas.
-Sí, así es. Todo el equipo forense se equivocó, y eso ha acarreado unos cuantos despidos. Verás, Robert, en la casa de los Connor se han hallado recientemente pruebas extrañas. Había huellas que nos indicaban un camino. Seguimos ese camino y descubrimos el paradero del arma con la que Amanda y Charles fueron decapitados. Se trata de una especie de sierra eléctrica cuya hoja se pone al rojo vivo cuando se enciende.
-¿Dónde la encontrasteis? –preguntó Robert.
-Nuestras pesquisas nos llevaron hasta un pueblo muy pequeño llamado Völkershain, en Alemania. Había un granero abandonado a las afueras del pueblo, y bajo toneladas de escombros encontramos una pequeña caja metálica. Allí dentro estaba el arma. Robert, la caja tenía las huellas dactilares de una persona que se creía muerta.
-¿Ha muerto hace poco?
-No. Me refiero a que se creía muerta desde hace mucho tiempo. Supongo que estarás al corriente sobre las desgracias en la familia Hamilton.
-¿Uhm? –Robert estaba tan aturdido que no sabía de quién hablaba.
-La familia Hamilton. La familia que obtuvo Casa Lawrence cuando tu mujer fue expulsada de su hogar.
-Oh, sí, claro. ¿Por qué? ¿Qué sucede?
-¿Qué sabes sobre la hija menor de Paul Hamilton, Elora?
-Elora… Elora… Sí, Elora. Vi en televisión que Elora Hamilton había sido asesinada en Alemania. Se encontró su cadáver en el mar del norte.
-Pues te sorprenderá saber que las huellas halladas en la maleta, así como en el arma que decapitó a los Connor, corresponde sin duda alguna a Elora Hamilton –entonces se produjo un silencio sepulcral en el que Robert no podía despegar los ojos de Donna Meyer. Si aquello era otro error del departamento en el que trabajaba la inspectora era imperdonable. Primero se equivocaban en datos y luego culpaban a una prostituta muerta del asesinato de sus amigos y probablemente del secuestro de su hija Jessica-. Sé que resulta increíble, pero hay más: recientemente se ha exhumado el cadáver de la supuesta Elora Hamilton y se han hecho pruebas óseas. En su tiempo se decantaron por no hacerlas puesto que su muerte era obvia. Pero entonces ayer me llegaron los resultados forenses de las pruebas. El cuerpo que arrojaron al mar del norte no corresponde a Elora Hamilton, sino a Gretchen Kohlheim, una prostituta alemana de treinta y dos años de complexión casi idéntica a la de Elora.
-¿Quieres decir que Elora Hamilton sigue viva, ha asesinado a los Connor y ha secuestrado a mi hija?
-Es lo más probable, Robert. Desde que sabemos este dato Elora Hamilton está detrás de todos nuestros activos policiales. Las fuerzas del orden ya la están buscando pero parece algo muy difícil. Hace dos años se firmó el acta de defunción de Elora Hamilton y fue dada de baja en la Seguridad Social. No consta en ningún registro y por lo tanto su paradero es difícil de encontrar.
-Pero no puede ir por ahí sin documentación –dijo Robert negando con la cabeza como si todo aquello formara parte de la locura en la que se había visto arrastrado-. Tarde o temprano la policía se daría cuenta de su situación.
-Hay personas que adoptan una identidad falsa para moverse en esta sociedad. Muchos son capturados pero otros son verdaderos profesionales. Si se trata de la segunda opción tenemos que observar con lupa cada detalle, pues Elora Hamilton podría estar detrás de cualquier rostro. Por lo que sabemos, Elora Hamilton tiene treinta y cuatro años. Tiene el cabello rizado y muy negro. Padecía obesidad desde su infancia, así que probablemente continúe siendo obesa.
-Pero, no lo llego a entender. ¿No sería, en todo caso, mi mujer la que quisiera hacerles daño? Ellos le arrebataron la infancia. Al morir sus padres, Paul Hamilton heredó Casa Lawrence. No tiene sentido.
-Lo se –murmuró Donna Meyer. Hubo otra pausa-. Sí, lo sé. Es la pieza que no encaja. Pero haremos todo lo posible para llegar al fondo de este asunto.



 . . . 



Melissa detuvo sus pasos y se inclinó hacia delante para tomar aliento. Estaba jadeando y parecía que el camino no se terminaba nunca.
Los edificios grises de ventanales rotos se cerraban a su derecha y a su izquierda como el abrazo mortífero de una boa.
De vez en cuando alguna farola alumbraba lánguidamente el asfalto humeante y mojado pero era gracias a su linterna que podía continuar sin desfallecer.

Sus pasos la habían guiado hasta Wickedmanor St, una calle amplia que se abría a través del mar de altos edificios y daba paso a otro paisaje más distinto de lo habitual.
Las aceras estaban salpicadas por maceteros urbanos con plantas muertas. También había árboles de ramas retorcidas. Algunos tenían aún su follaje intacto pero aun así su aspecto era moribundo y poco esperanzador.

Flanqueando la carretera y las anchas aceras de baldosas grises había un conjunto de casas de distintos niveles. Había algunas realmente hermosas y otras más modestas. Pero en su mayoría predominaban las casas de estilo victoriano con amplios porches y extensos jardines.
Pero de todas ellas tan sólo había una casa que llamaba su atención.

Una de las casas de estilo victoriano tenía un torreón adosado al lado izquierdo de la casa. El magnífico pero siniestro torreón estaba coronado por un tejado picudo de tejas rojas y un pararrayos que aparecía y desaparecía al son de la niebla.
Pero bajo el pararrayos y el tejado picudo había una ventana con el regio marco negro. Su cristal estaba empañado pero de su interior asomaba una mortecina luz titilante. Lo más probable, debido a la palpitación de la luz y al color que Melissa creía distinguir, se trataría de la luz de una vela.

De todos modos allí había alguien. Había vida. Y la vida siempre era un grato regalo en la Ciudad Muerta. Si allí había alguien probablemente supiera algo de Jessica. ¡O quizá se trataba de la misma Jessica!
No podía perder un segundo más.

Llegó a la casa. Abrió la portezuela de madera del jardín y subió los escalones que ascendían hasta la entrada. Había raíces gruesas que surgían de los tablones y se retorcían en las paredes. Las ventanas del piso inferior estaban sucias y algunas incluso rotas.
Melissa tomó el pomo entre sus manos y empujó la puerta. La madera y el metal cedieron chirriando.
Y a medida que Melissa introducía el cuerpo dentro de la casa victoriana la luz de su linterna menguaba lentamente. Al final su luz fue tan débil como la llama de una cerilla a punto de consumirse.
A penas podía distinguir el mobiliario o sus pasos. De vez en cuando se chocaba con algún objeto o tiraba algo que se apoyaba sobre las mesillas o los recibidores.
Pero finalmente encontró una escalera que ascendía retorciéndose hacia la derecha.

Llegó a un corredor de techo alto e invisible. Había una mesa tirada en el suelo y los restos de porcelana de un jarrón hecho añicos. El sonido de unas patas diminutas corriendo a toda velocidad llegó a sus oídos. Efectivamente, una rata se cruzó en su camino hasta desaparecer por el hueco del zócalo. Melissa dibujó una mueca de asqueo en el rostro pero entonces el sonido de unos pasos en algún lugar de la casa hizo que, como un gato, mirara directamente hacia la dirección del sonido.
Los pasos venían de un piso superior, probablemente del torreón alumbrado por la vela.

Su linterna fue menguando la potencia progresivamente hasta que llegado el momento la luz se desvaneció como el último suspiro del moribundo que tiene la certeza de llegar al final.
Pero ella no se alentaba con aquellos pensamientos. La muerte y la desesperación sólo conseguían hender con más ahínco la valentía que Melissa había traído a la Ciudad Muerta, y que cada vez parecía menguar más y más como la luz de su linterna ya apagada.

Chocando con algunos muebles y tanteando la oscuridad, Melissa logró avanzar unos cuantos pasos.
Algo correteó entre sus pies y sintió que una electricidad de repulsión le trepaba por la espalda. Deseó gritar pero consiguió apaciguarse. Pero sin embargo todo su cuerpo temblaba como un flan gigante expuesto al sol.

Finalmente llegó a lo que parecía el inicio de unas escaleras de caracol. Gracias a la débil penumbra que llegaba desde las ventanas sucias y rotas Melissa pudo observar que la barandilla era metálica, pero igual que todo el metal de aquella ciudad estaba oxidado y sucio. Los peldaños eran robustos pero viejos, pues la madera crujía y gemía cada vez que Melissa ponía un pie encima.
Quiso poder haber sido más sigilosa pero la situación le obligaba a ser así. No conocía la casa, no sabía cómo llegar hasta el torreón más que por aquella escalera de caracol chirriante.
Entonces se percató que había estado tan ocupada ideando sus pasos para ser lo más insonoros posibles que había olvidado el hecho de que los otros pasos ya se habían silenciado.

Llegó a una pequeña estancia ocupada básicamente por el hueco de la escalera, una ventana alargada con el cristal roto y un expositor de mármol gris con una figurilla en lo alto. No podía saber con exactitud de qué se trataba pero Melissa habría jurado que se trataba de la figurilla de un duende. Uno de aquellos duendes traviesos de las antiguas tradiciones inglesas. Pero era extraño, aquellas figurillas solían dejarse en el jardín y no en el interior.

Miró al frente. En la pared había una puerta cerrada de estilo sencillo, casi desentonando con la regia decoración de la casa, pues aunque deteriorada y sucia el mobiliario era exquisito. O eso era lo que creía haber distinguido entre el juego de luces y sombras.
La puerta tenía un pomo dorado con manchas de óxido. Pero antes de poder abrir la puerta Melissa escuchó unos sonidos al otro lado. Era como si estuvieran arrastrando un objeto por el suelo.  Sí, definitivamente estaban haciendo algo en el suelo.
Cuando Melissa abrió la puerta una luz cegadora la petrificó. No podía moverse, ni hablar. Incluso dudó de poder respirar. Sin embargo podía ver.
La puerta abierta mostraba una habitación circular rodeada de altos ventanales. Era la habitación del torreón, pero ahora era diferente. Había luz, pero era una luz extraña, fría y borrosa.
El mobiliario era escaso pero hablaba por sí sólo. Había una cama individual de estilo antiguo, una mesilla de noche, una cómoda de pino y un tocador pintado de color perla.
Pero lo más llamativo era lo que había en el centro. Pues allí, arrodillada en el suelo había una niña de unos doce años vestida con un camisón blanco. Estaba un poco rellenita y tenía el cabello rizado y oscuro. Pero era un cabello muy largo y hermoso que caía con gracia por su espalda y sus hombros.
Melissa no podía verle la cara pero sí los brazos. En la mano derecha tenía una tiza blanca algo desgastada que utilizaba para dibujar algo en el suelo.

Cuando se acostumbró a la luz sobrenatural de la habitación pudo ver que el dibujo era un extraño símbolo. Se trataba de un círculo enorme en cuyo centro se encontraba la niña. Pero el círculo se prolongaba haciendo espirales hasta terminar en el centro, donde había dibujada una cabeza de serpiente. En el exterior del círculo también había símbolos, pero parecían más bien extrañas grafías, como runas desconocidas. La niña dibujaba mientras una hilera de velas negras se cerraba alrededor del dibujo de la serpiente enroscada. Su mano se movía con velocidad y su respiración era agitada.

Cuando la tiza se quedó pequeña e inservible la niña enfureció. Gruñó con ira y la arrojó hacia la pared, donde se quebró convirtiéndose en pequeños fragmentos.
Pero no cesaba en su ocupación. Se metió una mano en un bolsillo delantero del camisón que Melissa no podía ver pero sí intuir y extrajo otra tiza, más alargada y de buen aspecto. Tan pronto como la tuvo en su mano volvió a dibujar las extrañas grafías fuera del círculo.

-Lo que ya se hizo, nuevamente se hará –dijo una voz.
-No puedes obligarme a hacerlo –dijo la niña mientras su mano dibujaba frenéticamente.
-Lo harás –dijo nuevamente la voz, y entonces Melissa reconoció la voz de Claire Shore-. Lo harás otra vez. Lo harás y Melissa lo verá.
-¡No me obligarás! –protestó la niña metiéndose nuevamente la mano en el bolsillo.
-Debes hacerlo –dijo Claire con voz autoritaria.
-Ahora mismo estoy luchando por librarme de ti. ¡No me obligarás!
-¡Hazlo!
-¡No podrás! –la niña extrajo un pequeño puñal de empuñadura negra y brillante acero. Melissa deseó poder moverse y salvar a la niña.
-¡Hazlo! ¡Que Melissa lo vea!
-¡No!
-¡Te obligo! ¡Hazlo!

Entonces la niña se hizo un corte en la palma de la mano mientras aullaba de dolor. Tan pronto como la sangre brotó de la herida el llanto rompió su semblante que aún permanecía oculto a los ojos de Melissa.
La niña tiró el puñal debido a su escasa fuerza y mantuvo la mano alzada mientras sollozada y temblaba.

-Lo que ya se hizo, nuevamente se hará –repitió Claire como la hechicera que conjura extrañas palabras desde las sombras. Mientras tanto la niña sollozaba y la sangre formaba un reguero por su antebrazo. De pronto el reguero se colapsó y las primeras gotas de sangre se derramaron sobre el dibujo.

La tierra bajo sus pies comenzó a temblar y a sacudir los cimientos de la casa. La oscuridad, como el enemigo silencioso que acecha desde cada rincón corrió hacia Melissa a través del pasillo, devorando las paredes, los muebles, las escaleras.

La puerta de la habitación donde la niña aún dejaba caer su sangre sobre el extraño dibujo se cerró de un portazo y Melissa comenzó a respirar con agitación. Una creciente sensación de vértigo, claustrofobia y horror en su más pura esencia se adueñó de ella, haciendo que sus pies tomaran la decisión que su cerebro parecía no poder tomar.

De repente Melissa se vio huyendo de la oscuridad densa que todo lo devoraba. Su corazón latía muy deprisa y su cabeza se inclinaba hacia atrás mientras gemía. Notaba la garganta seca. Incluso sus pulmones tenían esa sensación de sequedad.
Para cuando Melissa se detuvo la oscuridad ya no la perseguía. Nuevamente Melissa se encontraba en Wickedmanor St.

Pero no encontró ni rastro de la casa de estilo victoriano donde la niña estaba oficiando aquel extraño ritual a cargo, por lo visto, de Claire Shore. En su lugar, a ambos lados de la amplia carretera se extendían muchas casas de dos niveles de altura y generosos jardines donde la vegetación se había transformado en garras de hierba que pretendían devorar todo lo sólido.
Y como ya era algo normal en la Ciudad Muerta, no había ninguna luz que resplandeciera desde el interior.

El único consuelo que le quedaba a Melissa era alumbrar la niebla oscura con su linterna, nuevamente encendida, que cada vez parecía estar más cansada, pues su lánguida luz a veces parpadeaba jugando con la niebla, creando siluetas espectrales que hacían detener los pasos de Melissa.

3 comentarios:

  1. Hola ! me tienes por aquì ! discùlpame si he presionado todos los botones de tu blog que dicen +1, y he tenido la osadìa de incluirme como seguidor, me puedes castigar de igual manera, en caso de que me encuentres culpable de intromisiòn, bellas son las palabras y bellas son las frases de quien las otorga con delicadeza.

    saludos

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  2. Vaya, tendré que pensar un castigo horriblemente cruel y vil... Qué será, qué será... Me vengaré dándole a +1 en las entradas de tu blog. ¡Muahahaha!

    Muchas gracias por encontrar interesante mi sitio, es un placer encontrar gente así por estos lares.

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  3. Saludos Edrielle, es un honor y todo un lujo que te hayas hecho seguidora de mi blog. Muchas gracias, un fuerte abrazo, nos leemos.

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