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sábado, 23 de abril de 2011

Capítulo V

Hacía mucho tiempo que Melissa no visitaba aquel lugar, y después de tantos años se encontraba sentada en aquel columpio. El parque continuaba silencioso y oscuro, y el cielo encapotado amenazaba con su oscura lluvia.
Una repentina brisa arrancó las hojas muertas del suelo y las hizo revolotear en espirales a pocos metros de ella.
Las cadenas del columpio chirriaron tímidamente con movimientos lentos, como si aquella gélida brisa poseyera unas manos fantasmales que desearan acariciar el oxidado metal.

Melissa se puso en pie. La puerta del parque estaba abierta, y un sendero serpenteaba hasta perderse en la oscuridad.
Cuando llegó hasta la salida del parque decidió girar sobre sus talones y entonces vio que el parque había desaparecido. Ya no estaba en aquel lugar, no sabía cómo había llegado allí.

Era un pueblo, de eso no cabía duda. Pero todo estaba en silencio. Era un pueblo fantasma. Las casas se levantaban silenciosas en la penumbra. Las ventanas llenas de polvo imposibilitaban la visualización del interior, así que Melissa observó lo que había por delante.

Siguiendo con la mirada la carretera angosta y quebradiza que se extendía bajo sus pies, Melissa vio que, medio oculta entre la niebla, había una figura como la montaña que se recorta en el horizonte nuboso.
Tenía las manos unidas a la altura de la cintura, y su rostro estaba oculto tras espesos mechones de pelo negro.

Melissa extendió el brazo para tocarla, aunque sabía que había mucha distancia entre las dos, pero entonces la silueta echó a correr. Pronto la oscuridad engulló la sombra, y un sentimiento de asfixia oprimió su garganta.
Con los ojos llorosos, Melissa comenzó a correr por aquella calle desierta. Había coches aparcados, amontonados, pero no había nadie en su interior. Los periódicos flotaban en el aire con la repentina brisa que se deslizaba entre las farolas apagadas.

Tras unos cuantos metros corriendo en la penumbra, adentrándose en la niebla densa y fría, Melissa se detuvo.
Allá a lo lejos había un cementerio que trepaba por la ladera de una montaña de aspecto enfermizo. Las tumbas estaban mal puestas y agrietadas y los árboles de aspecto lúgubre se mecían como por espasmos en aquella negritud.

Allá, al lado de una tumba, yacía la silueta. Cuando Melissa se acercó lo suficiente pudo ver que estaba sentada de rodillas frente una tumba. Melissa no podía verle la cara, pero ese cabello, esa pequeña estatura y esa mano tan pálida sólo podían ser de Jessica.
La mano, delgada y pálida, señaló una porción de terreno. Melissa desvió la mirada y vio dos tumbas. Se acercó para distinguir las grafías marcadas en el mineral pero la hiedra estaba a punto de devorar toda su visión. Cuando volvió a mirar a Jessica, ésta ya había desaparecido.

Melissa, intrigada, retiró con la mano la hiedra que ocultaba lo que había escrito. Un nuevo sentimiento de asfixia, horror y claustrofobia se adueñó de ella cuando pudo leer:


Charles Connor

El guardián vencido

Y:

Amanda Connor

La ira de la inocencia



Melissa creyó desfallecer, pues la respiración era dificultosa y las sombras parecían estar engulléndolo todo.
Finalmente puso las palmas de las manos sobre el césped mojado y moribundo. Su cabeza gacha repartió los mechones de pelo por el suelo y poco a poco fue sintiendo que las fuerzas le fallaban.



Melissa abrió los ojos de par en par y vislumbró los rostros preocupados de Robert, Mark y Grace.
Robert se acercó a ella y la abrazó.

-¡Me tenías muy preocupado! ¿Estás bien, Melissa?
-Sí, estoy… no –Melissa negó rápidamente con la cabeza y buscó la puerta de entrada-. Debemos ir. Debemos ir a ver a Jessica.
-¿Qué ocurre, Melissa? –preguntó Grace con tono intranquilo.
-Debo ir a ver a mi hija –con grandes esfuerzos Melissa se puso en pie, corrió hacia el recibidor y cogió las llaves del coche.
-¡Melissa, espera! –exclamó Robert persiguiéndola. Después miró fugazmente a su hermano y a su cuñada-. Lo siento. Ya nos veremos.
-Sí, adiós. Llamad cuando sepáis qué pasa –dijo Mark sin saber muy bien qué decir. Grace asintió con los puños cerrados bajo su barbilla.


Melissa conducía, y tenía ambas manos aferradas con fuerza al volante. Su rostro estaba inclinado hacia delante y su mirada escrutaba la oscuridad. El reloj marcaba las cuatro y cuarto de la mañana, y en todo el trayecto se cruzaron únicamente con seis coches.

Robert observaba preocupado el marcador de la velocidad. Melissa hacía caso omiso a los consejos de su marido, y rápidamente el Land Rover cogió los 160 Km. /h.

Cuando llegaron a Carmyle, Melissa giró torpemente el volante, haciendo que Robert se aferrara a la maneta superior para no estampar su rostro contra la ventanilla.
La velocidad fue mermando a medida que iban llegando a su destino.
Finalmente Melissa apagó el motor y salió del coche a toda prisa dejando la puerta del piloto abierta. Robert, que no había logrado arrancarle una sola palabra a su mujer, salió del coche y continuó por el camino que había recorrido ella. Carmyle estaba en silencio y a oscuras, y parecía que lo único que se escuchaba eran los pasos de Melissa, quien corría torpemente por el sendero de baldosas que llegaba hasta la entrada de los Connor.


Melissa llamó al timbre una vez. A los pocos segundos repitió el proceso un par de veces, hasta que finalmente comenzó a dar porrazos en la puerta y gritar el nombre de su hija. Ninguna ventana de la casa se iluminó, y el corazón de Melissa empezó a golpearle en el pecho como si fuese a explotar.
Robert comenzó a ponerse más tenso. Preguntó a su mujer el motivo de todo aquello, sin embargo Melissa no pronunció más palabra que “Jessica”.

Sin importarle la reacción que pudiese tener alguien que observara el extraño comportamiento de Melissa, golpeó con el codo la ventana adyacente a la puerta e introdujo la mano. Robert exclamaba que todo aquello era una locura, pero en realidad Melissa parecía haber abandonado toda cordura.

Con algunas dificultades y propinándose varios cortes en el antebrazo, Melissa logró abrir la puerta.
Encendió la luz del salón y allí no encontró nada extraño.
Todo estaba en su sitio, y en la mesa del comedor había un tablero de parchís empezado. Sobre la mesa aún estaba la cena, obviamente ya terminada. Seguramente lo habrían dejado para mañana. La asistenta se encargaba del cuidado de la casa y venía siempre por la mañana.

Melissa, con el rostro desfigurado por el horror y la incertidumbre, buscó con la mirada la base de las escaleras y corrió en aquella dirección, pero antes se giró hacia su marido.

-Robert –dijo con una voz llena de desesperación-, tú mira por aquí: cocina, baño, salón… ¡todo! Yo miraré en el piso superior.
-Melissa ¿qué cojones está pasando?
-¡No hay tiempo!



Melissa subió los escalones de dos en dos tomando impulso con la barandilla y pronto llegó al rellano superior. Allí se extendía un pasillo de regias láminas de madera que cubrían las paredes. Melissa activó el interruptor y las bombillas explotaron. Melissa ahogó un grito al observar como los cristales lo salpicaban todo, incluso su cabello.
Sin importarle la sangre que corría por sus brazos, Melissa corrió hacia la primera puerta. En el cuarto de baño no había nadie, pero algo hizo que su corazón se detuviera unos segundos.
En el espejo del lavabo había dibujado un garabato. Era una cara sonriente dibujada con sangre.

Melissa tenía los ojos llenos de lágrimas, pero apretó los labios y salió del baño para enfrentarse a la siguiente puerta. La abrió dándole una patada.
Era la habitación de Charles y Amanda. La oscuridad estaba adherida por todas partes. Cuando Melissa accionó el interruptor, las bombillas volvieron a explotar. En realidad, todas menos una. Era una pequeña lamparita de sobremesa al lado de la cama que iluminaba muy débilmente y proyectaba fantasmagóricas sombras por doquier.

La cama estaba abultada.
Melissa comenzó a caminar lentamente con aire receloso. Sus zapatos crujían sobre los cristales rotos, pero ella continuó caminando.
Finalmente llegó a los pies de la cama. El vello de su nuca se erizó cuando se dio cuenta que los bultos no se movían.
A medida que se acercaba al lateral en su fuero interno pedía que nada de lo inevitable hubiese ocurrido.
Pero, entonces, vio el rostro sereno de Amanda observándole con aquellos ojos tiernos.

-Amanda, ¿estás bien? -preguntó Melissa poniendo la mano sobre la manta-. Amanda. Amanda, ¿estás bien?
Dado que Amanda parecía estar inconsciente, Melissa optó por retirar la manta y las sábanas. La mujer cayó hacia atrás tapándose la boca con ambas manos. 
La cabeza de Amanda estaba separada de su cuerpo, igual que la de Charles. Ambos habían sido decapitados.

La sangre había empapado las almohadas y parte del cabezal estaba teñido de un rojo oscuro. La sangre ya se estaba coagulando.
Una lágrima resbaló por el rostro de Melissa, y entonces Robert apareció por detrás. Se apoyó en el marco de la puerta y llamó su nombre, pero Melissa tenía los ojos fijos en los rostros de horror de los decapitados.

-¿Qué sucede, Melissa? –preguntó Robert acercándose-. ¿Qué pasa? ¡Oh, dios mío! ¡Oh, dios mío! ¡No, no!

Robert cayó sobre sus rodillas sollozando. Melissa continuaba en estado de shok, pero una parte de ella quería salir de allí. Entonces la imagen de su hija invadió su mente, y de sus labios salió el nombre de Jessica.
Corrió entonces hacia la puerta, resbalándose con los cristales, y abrió una a una las puertas del pasillo.
Ni rastro.
Únicamente encontró la cama de la habitación de invitados deshecha, y un libro de Carl Sagan sobre la mesilla de noche.

-¿Jessica? –gritó su madre en todas direcciones-. ¡Jessica! ¡Jessica soy yo, mamá! Por favor, sal de donde estés.

Al oír los gritos de Melissa, Robert corrió hacia su posición. Al ver la cama deshecha se horrorizó. ¿Dónde estaba Jessica?
Dentro de la oscuridad de la habitación, el caos era aún más perturbador. La cama estaba deshecha, pero había una armonía nada real. Todos los juguetes estaban ordenados, igual que la silla del escritorio correctamente unida a la mesa. Los libros estaban perfectamente colocados y la ventana estaba cerrada. Era como si alguien hubiese sacado a Jessica de la cama con prisa después de decapitar a Charles y Amanda Connor.
Todo estaba planeado.

Robert continuaba con la vista clavada en las sábanas vacías teñidas por la penumbra.
La débil luz de una farola callejera trepaba por el muro pedregoso parcialmente salpicado de musgo que cercaba la vivienda de los Connor.
Melissa, aún con el rostro desfigurado por el horror, recibió una llamada. El timbrazo del móvil los cogió desprevenidos y ambos dieron un respingo.

-Melissa –contestó ella con manos temblorosas y voz apenas audible. Sentía las lágrimas acumulándose en sus ojos, pero era tan grande el asombro que ni siquiera podía romper a llorar.
-¿Recuerdas mis palabras? –dijo una voz terriblemente familiar. Cuando Melissa prestó más atención se percató que aquella voz se mezclaba entre molestos zumbidos, como interferencias de una televisión antigua-. Y ella ahora está prisionera. Tan sólo venciendo al miedo podrás abrir la puerta. Pero el miedo esconde muchos rostros, y es taimado. Sabrá cuál es tu peor pesadilla, y probablemente, sucumbas al terror.

Acto seguido la llamada se cortó. Melissa permaneció con el auricular en la oreja unos segundos, incapaz de asimilarlo todo.
Definitivamente, todo aquello era una pesadilla. Nada de aquello podía ser real.
Entonces Robert se acercó a su mujer y durante unos segundos quedaron sumidos en el más tenebroso silencio.
Finalmente, Robert reaccionó y preguntó de quién se trataba.

-Nadie –logró decir ella. Robert dudó. ¿Estaba absorta por lo presenciado o también por la llamada recibida?-. Se han equivocado. Robert –Melissa se giró hacia su marido con ojos vidriosos-, tenemos que llamar a la policía.
-Está bien.


Una hora más tarde, delante de la casa de los Connor se conglomeraron seis coches de la policía y una ambulancia.
Las luces policiales iluminaron toda la calle y varios vecinos salieron a sus balcones o jardines con los pijamas y batas para observar qué estaba pasando.

Melissa y Robert aguardaban en el sofá marrón del piso inferior. Robert le había cogido la mano a su mujer para no sentirse solo.
Varios policías, entre ellos, la policía científica, inspeccionaron la casa recogiendo huellas y haciendo fotografías para encontrar así cualquier tipo de pista.
Más tarde, unos policías les acribillaron a preguntas, pero sobre las siete de la mañana Melissa y Robert regresaron a su casa.

Robert se quedó sentado en la mesa de la cocina frente a un humeante café que poco a poco fue enfriándose sin que le diera un sorbo.
Tenía el rostro apoyado en sus puños cerrados, y no podía quitarse de la cabeza la imagen del matrimonio decapitado. Hacía sólo unas horas que habían estado hablando. Incluso Charles le había contado un chiste. Ahora sus cabezas estaban separadas del cuerpo.
Era terriblemente irreal. O quizás era tanta la presión de la realidad que Robert decidió convertirlo todo en una macabra pesadilla que algún día terminaría. Y allí estaría Jessica. Allí estaría su pequeño tesoro.


Melissa caminaba como un zombi por el pasillo de la segunda planta. Su mano iba encontrándose con el empapelado que cubría las paredes.
Su mente divagaba entre los terribles recuerdos que se habían grabado a fuego en su mente.
Seguía sin poder creer que nada de aquello tuviese sentido.

Llegó a la puerta de Jessica, y como metida dentro de un sueño, abrió la puerta creyendo que se encontraría a su pequeña al lado de la ventana escudriñando el espacio con su telescopio.
Pero no era así.
Allí estaba el telescopio de Jessica, pero no había nadie observando el firmamento.
Pero, en cambio, sí que había algo sobre el escritorio.

Con una ceja alzada Melissa avanzó lentamente hasta quedar al borde de la mesa de pino.
Allí estaba todo muy ordenado, pero en el centro de la mesa había un papel pequeño, toscamente cortado –o quizá, arrancado-, con algo escrito.
Cuando Melissa cogió el papel observó que en su interior había escrito: Dohe St.
¿Dónde diablos estaba esa calle? Melissa no había oído hablar nunca de Dohe St, pero aferrándose a aquella insignificante nota como la clave para la salvación de Jessica, corrió hasta su habitación y abrió el portátil Vaio que compartía con Robert.
Abrió Google Maps y tecleó Dohe St.

Su desesperación fue aún mayor cuando se percató del éxito de sus pesquisas. No existía en el mundo ninguna calle llamada Dohe. Entonces, ¿por qué había esa nota en el escritorio de Jessica? ¿Qué podía significar?
Cerró el Vaio y bajó las escaleras con la nota en su bolsillo.

Antes de poder hablar con Robert el timbre de la puerta sonó y a través del cristal opaco pudieron distinguir una imagen borrosa que miraba en derredor.
Melissa se acercó cautelosamente y observó por la mirilla.
Allá afuera había una mujer negra de un metro sesenta y cinco, robusta y de semblante serio.
Melissa abrió la puerta y la mujer le mostró una placa policial.


-¿Melissa Brigham? –ella asintió-. Soy Donna Meyers –Donna volvió a introducir su placa dentro de la chaqueta gris que cubría su camisa amarilla. Toda ella exhumaba seriedad. Sus ropajes ya hablaban por sí mismos: la chaqueta abotonada iba conjuntada con su falda de tubo gris. Sus piernas quedaban ocultas bajo una fina capa brillante que conformaban las medias y ganaba altura gracias a unos serios zapatos de tacón negros-. ¿Puedo pasar?
-Sí, claro, pase -aunque Melissa intentaba mostrarse educada su rostro y su voz eran los típicos de una demente alejada de la realidad.

Donna Meyers se presentó a Robert, el cual se sentó en el sofá de cuatro plazas que había frente a un pequeño televisor.
Ambos se quedaron allí charlando mientras Melissa preparaba algo de café.
Llegó al sofá y sirvió tres tazas en la mesilla baja de cristal.


-Huele bien –dijo Donna. Tanto Melissa como Robert la observaban preguntándose qué era lo que realmente quería decir-. Parecen cansados. ¿Han dormido algo?
-No nos ha dado tiempo de dormir –confirmó Melissa-. Dígame, ¿qué es lo que quiere?
-Traigo algunos papeles –Donna se inclinó para abrir su maletín de cuero y extrajo algunas carpetas. Abrió una y sacó unos documentos unidos por un clip. Melissa y Robert no dejaron de observar el recorrido de los papeles desde el maletín hasta la mesilla. Donna dio otro sorbo y se relamió los labios-. Aquí hay algunos papeles oficiales de los Connor. Obviamente la herencia ha pasado para su único hijo, Jared Connor, pero Charles quiso asegurar un par de cosillas antes de morir –Donna los miró por encima de las cejas. Ambos parecían bastante afectados al relacionar la palabra muerte con los Connor. Después de una pausa, Donna continuó-. Connor’s Chair está a nombre de Jared Connor, pero Charles hizo algunas remodelaciones en el organigrama del negocio, dejándole a usted, Robert Brigham, como codirector de la empresa. Probablemente estas remodelaciones estarían dirigidas a unos cuantos años más adelante, cuando Jared hubiese terminado la universidad, pero desgraciadamente no ha podido ser así. Hemos hablado con Jared y está dispuesto a dejarle al mando de Connor’s Chair hasta que él se vea con suficientes fuerzas como para mantener el negocio –hubo otra incómoda pausa que la rellenaron con el silencioso sonido de los labios al sorber las tazas.
-¿Cómo está Jared? –fue lo único que logró preguntar Robert. Parecía que nada de lo que Donna Meyers había dicho tuviera algún sentido para él.
-Él, bueno, está bajo mucho estrés. Es probable que inicie una terapia psiquiátrica –una lágrima resbaló por el rostro de Robert-. Pero es fuerte. Hemos hablado durante varias horas y parece un chico de lo más maduro. Sabe que os preocuparíais por él, pero me ha dicho que estará en casa de su abuela, Mary Connor, en Halfway –Robert asintió aliviado. Mary Connor era una buena mujer, y después de quedarse viuda se había convertido en la mujer más dulce del mundo.
-¿Saben algo de Jessica? –Donna pareció sorprenderse durante unos segundos. Aquello erizó el vello de Melissa. Un terror indescriptible empezó a adueñarse de ella.
-Disculpe, ¿Jessica?
-Jessica Brigham. Es nuestra hija –Meyers se relamió nuevamente los labios con el ceño fruncido, como asimilando aquellas palabras-. Desapareció la noche que…
-Sí, entiendo –dijo Donna ahorrándole a Melissa el resto de la frase-. ¿Por qué no denunciaron inmediatamente su desaparición?
-Lo siento –dijo Robert-. Creo que aún estamos en estado de shok.
-Está bien. Déjeme hacer unas llamadas.

Melissa asintió y caminó junto a su marido hasta la cocina. Robert parecía aún más derrumbado de lo que podría estar.
Melissa le frotó el brazo cariñosamente y le alzó el rostro.

-La encontraremos –aseguró ella-. Estoy segura que la encontraremos.
-Desapareció sin más. ¿Por qué asesinaron a Charles y a Amanda y no a Jessica? No quiero decir que… en fin, ya me entiendes, ¿por qué a ella no?
-Estaba planeado, Robert. Todo eso estaba planeado. Hay alguien que quiere algo de nosotros. Nos conoce, y sabe que haremos lo que sea por conseguir a nuestra hija.
-Daría mi propia vida si hiciera falta –dijo Robert mirándola con los ojos desorbitados. Ella asintió y ambos se unieron en un abrazo que duró tanto que el tiempo pareció dejar de existir.

Donna Meyers tocó con los nudillos el marco de madera de la cocina y ambos se giraron para contemplarla. Tenía el móvil Samsung cerrado en su mano derecha y sus labios dibujaban una fina línea.


-Efectivamente: se han encontrado pruebas fehacientes de que vuestra hija, Jessica Brigham, de ocho años, estuvo ahí cuando ocurrió el desastre –Melissa la miró como preguntándose si era imbécil-. He ordenado su búsqueda y que se abra un caso. Pero, señores Brigham, me temo que tendré que quedarme más rato para preguntarles unas cuantas cosas.




Donna les preguntó de todo. La vida de Jessica se había resumido en dos horas y cuarto, pasados dos cafés más y muchas evocaciones que hacían estremecer los músculos del matrimonio.
Por un momento Robert tuvo la sensación de estar hablando de su hija muerta. Aquella que murió en casa de los Connor una fría noche.
Robert cerró con fuerza los ojos y dejó vagar su mirada al frente.
Donna Meyers se terminó el café y lo dejó sobre el posavasos de la mesilla de cristal.

-Haremos todo cuanto esté en nuestras manos para encontrar a su hija –aseguró Donna. Acto seguido cogió su maletín y se levantó, pero entonces Melissa, con el ceño fruncido, puso su mano sobre el antebrazo de Donna, deteniendo sus pasos-. ¿Sí?
-Hay algo más –dijo Melissa introduciendo su mano en su bolsillo. Donna miraba con una ceja alzada-. Hace unas horas encontré esto en su habitación –Melissa le entregó el papelito arrugado a Donna y ella lo observó detenidamente.
-¿Por qué no me has dicho nada? –preguntó Robert con un claro tono de recelo. Melissa se encogió de hombros, cansada.
-Está bien –dijo Donna volviendo su vista a la del matrimonio-. ¿Saben dónde está esta calle? –Melissa negó con la cabeza. Robert estaba pensativo.
-La he buscado por Internet y no existe ninguna calle con ese nombre.
-De acuerdo –Donna introdujo el papelito en su maletín-. Ya hay huellas de dos personas –por un momento Donna se sintió la policía más estúpida del mundo, pero exteriormente su rostro severo no cambió un ápice-, pero de todos modos lo enviaré al laboratorio. Quizá podamos extraer pruebas congruentes.
-Gracias.


Donna Meyers se subió en su coche, un regio Nissan Qashqai de color negro, y desapareció calle abajo.
Melissa se quedó apoyada en el marco de la entrada, viendo como la estela del coche desaparecía al cambiar de rasante.
Robert caminó hacia ella y puso sus manos en los hombros de su mujer. Melissa parecía imperturbable.

-Siento haberte hablado así. Creo que aún no me he hecho a la idea de lo que está pasando, y tengo los nervios a flor de piel.
-Todo saldrá bien –dijo Melissa con los ojos llorosos clavados en los árboles de la calle de enfrente-. Sé que todo saldrá bien.


Melissa se metió en la cama mientras allá afuera azotaba una tormenta rugiente y descontrolada.
Se había puesto en posición fetal mirando hacia fuera, clavando su mirada en la puerta de su habitación.
Había noches que veía la luz filtrarse por debajo de la puerta, y eso quería decir que Jessica seguía despierta.
Aquella noche todo estaba oscuro. Ni siquiera se oía el rechinar del telescopio al cambiar de posición. Jessica no estaba y Melissa sentía una creciente sensación de vacío en su interior.
Allí, en la oscuridad de la noche y a solas, Melissa rompió a llorar silenciando su llanto con la almohada.


Robert abrió la segunda lata de cerveza y se dispuso a beber mientras encendía el pequeño televisor de la cocina.
Eran las diez de la noche y había pasado todo el día encerrado en su casa intentando asimilar la pérdida de dos buenos amigos y la desaparición de su hija.
Sabía que había bebido más de la cuenta, pero ¿qué importancia tenía eso? Jessica no estaba ahí para recriminárselo.
Las lágrimas volvieron a iluminar sus ojos.

En la televisión había un programa del corazón. ¿Desde cuándo él veía esa mierda? Entonces se dio cuenta que ni siquiera había visto el canal cuando la encendió. Había sido un acto reflejo. Muchas veces él ponía la televisión para evadirse un rato de la realidad, y quizá era ese el momento perfecto para hacerlo.
Pero lo que en la televisión se emitía era la pura realidad. Una realidad cruel, pero no podía dejar de sentir una pequeña e incómoda satisfacción para sus adentros. Después de todo, su mujer había pasado años de penurias por culpa de esas personas.

Allí, huyendo de las cámaras se veía a Paul Hamilton, de setenta y seis años, totalmente dejado. Tenía una densa barba canosa con reflejos pelirrojos y su cabeza era totalmente calva. Estaba esquelético, y las arrugas en su rostro se profundizaban de una manera que le daba el aspecto cadavérico propio de la muerte.

Vestía con harapos. Sus ropajes estaban sucios, raídos. Bajo su delgado brazo izquierdo se observaban unos cuantos cartones de metro y medio y en la mano derecha aferraba un brick de vino tinto.
Robert alzó las cejas.
Sí, sabía que L&H se había ido al garete, pero nunca imaginaría que el magnate de dicha firma terminaría mendigando en las calles de Londres.

La periodista, una rubia que le recordó al personaje de El Diario de Bridget Jones, aseguró que el destino de Paul Hamilton se debía a las millonarias sumas de dinero que debía a otras empresas, bancos y proveedores. Pero finalmente destacó las muchas deudas pendientes con el banco.

Aquello acarreó unos cambios drásticos en su vida. Un año antes, su mujer, Julianna Hamilton, falleció repentinamente de un ataque al corazón con sesenta y ocho años. Sus hijas, Elora y Anael Hamilton, decidieron abandonar a su padre dos años antes de la muerte de Julianna.
Y es que ambas sabían muy bien el destino de Paul Hamilton, y decidieron no formar parte de la pobreza al que se verían arrastradas.

Anael Hamilton se casó con Patrick Denver, convirtiéndose en la fría esposa Anael Denver.
Pero su matrimonio no fue todo lo que ella esperaba. Con la quiebra de L&H y toda la prensa rosa revoloteando alrededor, pronto su marido la abandonó y se marchó a Connecticut, en Estados Unidos.
Desde entonces, Anael Denver vivía en una modesta casa en Sutton, al sur de Londres.
Sus ingresos eran, básicamente, las ventas de su vida que filtraba a la prensa.

Por otra parte, Elora Hamilton nunca se llegó a casar. Un año después de abandonar a su padre decidió salir del país por la constante presión de los medios y viajó al este, donde la prensa perdió su pista. Unos meses más tarde se dijo en televisión que la habían visto en un club de alterne de Alemania.
Más tarde, cuando los medios viajaron hacia allá, no encontraron ningún dato fehaciente.
No se sabía nada de Elora Hamilton. Había desaparecido.

Más tarde se encontró el cuerpo mutilado, quemado y arrojado al mar de Elora Hamilton. Poco quedaba de ella, y toda la carne había desaparecido por la fauna marina y por la misma agua salada. Ni siquiera sus huesos eran reconocibles. Lo único que corroboró que aquello era el cadáver de Elora fue que, meses más tarde, se encontró cerca del lugar un bolso con las pertenencias de la mujer.
Toda su documentación estaba allí, así que no fue difícil entender que se trataba del asesinato de una prostituta por obra de un cliente insatisfecho.

Robert dio otro trago a la cerveza y arrugó la barbilla. Era increíble cómo podía descender el buen nombre de una familia con unos cuantos años.
Cuando expulsaron a Melissa de Dartford ella era una joven inexperta de la vida y la familia Hamilton se había aposentado en su mansión, renombrándola como Villa Hamilton. Ahora, años más tarde, el caserío era patrimonio del banco de Inglaterra, igual que sus recuerdos allí vividos.
Después de todo, la justicia no entendía de tacto, ¿no?
No. Todo lo que les había ocurrido se lo merecían.

Robert dejó la lata de cerveza vacía sobre la mesa y sintió como el sueño se unía a la ebriedad.
Poco a poco sus ojos se fueron cerrando y dejó caer la cabeza sobre la mesa, sumiéndose en un incómodo sueño tras un sonoro golpe contra la madera.

Melissa continúa metida entre las sábanas, dejando que el colchón y la almohada absorbieran sus lágrimas. Sus ojos rojizos estaban fijos en la delgada ranura de la puerta, esperando, sin éxito, que una luz iluminara la ranura.

Sabía que esa noche Robert no subiría a la habitación, pues lo más seguro es que estuviera en el sofá durmiendo. Robert era un hombre sensible, pero odiaba que tanto Melissa como su hija le vieran llorar. Él había sido educado en una sociedad en la que los hombres no debían llorar delante de las mujeres, pues era una muestra de poca virilidad, y aunque él reconocía que aquello era una soberana estupidez eran costumbres arraigadas en lo más profundo de su ser.

Melissa se sorbió la nariz y se secó las lágrimas que inundaban sus cuencas moradas. Puso la mano bajo la almohada y, mirando la ranura oscura, fue cerrando los ojos poco a poco, como un pestañeo pesado.
El sonido de la lluvia le ayudó a relajar los músculos tensos, y fue entonces cuando Melissa logró apartarse de la realidad conocida como tal.


De repente, un extraño frío se apoderó de su cuerpo; erizándole el vello. Al abrir los ojos se encontró en aquel lugar tan familiar.
Era de noche, como siempre, y la densa niebla lo cubría casi todo. Era como si quisiera devorar la misma oscuridad.
Cuando Melissa miró en derredor descubrió que aquel lugar no había cambiado ni un ápice. El suelo arenoso estaba compacto por la humedad y sus pies marcaban unas perfectas huellas. La suela de goma de sus botas marrones se grababa en la tierra como la marca a fuego del ganado.

3 comentarios:

  1. Recomiendo leer Arcano XVIII con la OST de Silent Hill =P

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  2. Bien, bien, ya se pone más tenebroso (~*.*)~.

    Por cierto, en esta frase en vez de Jessica es Melissa, ¿no? "-Amanda, ¿estás bien? -preguntó Jessica poniendo la mano sobre la manta-. Amanda. Amanda, ¿estás bien?"

    Muy bien, como siempre :P

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  3. Ups, mi subconsciente me metió en la trama xD Ahora lo cambio.

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