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viernes, 15 de abril de 2011

Capítulo IV

7 de julio de 2019




Aquella era una mañana calurosa, así que Melissa aprovechó para vestir unos tirantes y unos pantalones de estilo pesquero.
Estaba sentada en el banco de madera del patio trasero mientras bebía una limonada y leía un libro titulado El odio a Bieber.

En el otro extremo del patio ondulaban las prendas en el tendedero de madera. Había dos sábanas blancas, unos cuantos calcetines, dos camisas de Robert, unas cuantas prendas interiores de Melissa y un pijama de Jessica.

Su hija, de ocho años, bajó apresuradamente las escaleras portando un libro y una cajita. Tenía el cabello largo hasta el final de la espalda, ondulado y de un negro tan profundo como el de su madre.
La genética había sido generosa con ella, pues además, unos ojos de azul intenso resaltaban con la palidez de su rostro y la oscuridad de su cabello.

Melissa oyó los pasos de su hija y cerró el libro poniendo el marcador de página. Dio un trago a su limonada y miró a Jessica con recelo.
-¿Qué llevas ahí?
-¿Por qué tú y papá siempre decís que no guarde secretos y tú guardabas esto bajo la cama?

Entonces Jessica mostró la cajita y el libro. En la tapa podía leerse Baraja calé, y dentro de la cajita se ocultaba un mazo de cartas del tarot gitano. La caja, cuadrada y con relieves de animales, era el lugar idóneo para proteger aquella reliquia.

-Jessica, ¿cuántas veces te he dicho que no toques mis cosas?
-Pero, ¡mamá! Me sorprendió que tuvieras algo así en casa. Bueno, la verdad es que me sorprendió el hecho de que lo guardaras en secreto. ¿Papá no lo sabe?
-Claro que lo sabe, pero hija, estas cosas no son como las cartas de ocio. Se trata de algo tan antiguo como los egipcios –Melissa sabía que su hija estaba estudiando dicha cultura en el colegio así que consideró que fue lo más inteligente-, y no se puede tratar como una banalidad. Anda, trae eso.

Con la cabeza gacha, Jessica le entregó el libro y la cajita. Acto seguido caminó resignada hacia el interior, hasta que subió las escaleras y desapareció en su cuarto. Allí se tumbó en su cama y comenzó a leer las copias que había escrito del libro. Lo más interesante, según su punto de vista.

Melissa se terminó la limonada y volvió al interior. Llamó a Robert para saber cómo iba el trabajo. Era sábado, así que Robert estaría hasta arriba de faena, pero Melissa sabía que su marido agradecía oír su voz en momentos tensos.


-¿Vendrás a comer? –preguntó Melissa con el auricular en la oreja mientras llevaba el vaso vacío al lavavajillas medio lleno.
-No creo, Mel. Tenemos mucho papeleo por aquí, y Charles nos ha invitado a mí y a Russell a comer al bistro de la esquina.
-Está bien.
-Mel, ¿va todo bien? Te noto algo raro en la voz –Melissa puso los ojos en blanco. Nunca pensó que podría llegar a ser tan predecible para alguien.
-Jessica ha estado mirando bajo la cama.
-¿Y ya se ha cerciorado que no hay monstruos? –rió Robert.
-Ha descubierto las cartas y el libro –Robert guardó silencio unos segundos.
-Era algo que podía pasar, Mel, ya lo sabes. ¿Qué has hecho?
-¿Qué voy a hacer? –Melissa, temiendo que su hija le oyera, caminó hasta el hueco de la escalera, allí donde se acumulaban paraguas y zapatos. Miró hacia arriba y habló en un tono únicamente audible por Robert-. Me enfadé con ella. Es demasiado joven para ir manoseando este tipo de cosas.
-Mel, tú comenzaste desde muy pequeña en el colegio católico.
-Lo sé, pero era diferente. Ella… es demasiado frágil. Ya sabes que no soy partidaria de considerar la magia como algo ajeno y peligroso, pero al tratarse de nuestra hija… No sé, Robert, he tenido muchas experiencias y para una niña de ocho años podría ser muy grave.



Jessica, tumbada boca abajo en su cama, leía las páginas del libro. Tenía las rodillas flexionadas y sus pies se balanceaban arriba y abajo. Mascaba chicle.
Sus enormes ojos azules leían con pasmosa velocidad. De hecho, era de las mejores alumnas en el Carmyle Primary School.
Pero aquello no significaba ser la niña más popular. En cambio, Jessica era una niña apartada, contaba con dos amigas y las demás personas intentaban alejarse de ella por ser la rarita. Melissa no estaba al corriente de todo aquello, pero si lo llegase a saber diría que la historia de su infancia se volvía a repetir. En muchos aspectos, tanto físicos como psíquicos, Jessica era su copia en miniatura.



Por la noche los tres estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina ante un plato de pollo y puré de queso.
Jessica comía mientras miraba la tele. Ellos habían cedido; dejarían poner las reposiciones de Bob Esponja en las cenas si Jessica se mostraba más cariñosa con ellos, y poco a poco iba dando resultado.

-Mañana es domingo, así que tendré el día libre –dijo Robert rebajando el pollo con un trago de vino tinto-. ¿Qué os parecería si fuéramos por la mañana temprano a hacer un picnic en Orchard Park? –Jessica volvió la cabeza velozmente para mirar a su padre con los ojos iluminados. Tragó apresuradamente para hablar.
-¿De veras? –Melissa observó su entusiasmo y sonrió-. ¿Y podríamos quedarnos hasta tarde? He visto que un meteorólogo decía que mañana estaría el día despejado. ¡Porfi, porfi, porfi!
-¿Tú que dices, Mel? –Jessica miró a su madre con los ojos entrecerrados. Melissa soltó una risotada y asintió con la cabeza-. ¡Perfecto! Pues mañana os quiero ver despiertas a las seis y media.
-Jessica –llamó Mel-, ¿me ayudarás a preparar la cesta y la comida?
-¡Claro! ¡Yupi!



Esa misma noche, cuando Melissa aguardaba en la cama y Jessica soñaba con dragones y brujas del oeste, Robert recibió una llamada. En la pantalla del móvil vio la foto de su hermano, Mark.
Bajó las escaleras con tal de no despertar a su hija y descolgó.


-Hola, Mark.
-Hola, hermano, ¿cómo va?
-Bien –Robert miró hacia el reloj de pie que se erguía silencioso en el pasillo inferior. Marcaba las doce y tres minutos-. ¿Ocurre algo?
-Me temo que no te puedo dar muy buenas noticias.
-¿Qué pasa, Mark? ¡Dime!
-Mamá está enferma. No ha querido decirnos qué le pasa, pero los médicos aseguran que es algo grave.
-Oh, vaya…
-Sé que hace años que no te hablas con mamá, pero deberías ir a verla –Robert enmudeció-. Y, bueno… hay otra cosa. Sabes que Grace y yo hemos intentado por todos los medios tener un hijo, pero ha sido siempre muy difícil.
Sí.
-Nos hicimos pruebas.
-¿Y?
-Pues… soy estéril, hermano. Ya ves; tengo el mejor músculo atrofiado –dijo Mark soltando una risa cansada. Robert no pudo decir nada-. Sí… no voy a poder darle un hijo a mi mujer por mucho que lo intente.
-Lo siento, Mark.
-Supongo que nos queda la alternativa de adoptar, ¿no?
-Por supuesto, tú no decaigas. Hay muchas maneras de poder tener un hijo, y adoptarlo es igual de bonito y emocionante.
Sí, eso creo. Bueno, siento haberte llamado tan tarde. ¿Cómo están las mujeres de la casa?
-Están bien. Melissa ha estado una semana en casa porque tuvieron que hacer reformas en su despacho, pero ya vuelve a trabajar en la biblioteca. Y Jessica está bien, como siempre. Le tuvimos que comprar un telescopio porque le encanta la astronomía, y en el colegio está sacando buenas notas.
-Me alegro. Algún día tenemos que pasar por Carmyle y haceros una visita.
-Cuando queráis.
-Bueno, hermano, he de irme a Brigham’s. Esta noche hay reunión con unos japoneses.
-¿Tan tarde?
-Sí, tuvieron problemas en el viaje y quieren cerrar el acuerdo sea como sea.
-Oh, vaya. Bueno, suerte.
-Sí. Buenas noches, Robert.
-Buenas noches.



Cuando Robert subió las escaleras se encontró la puerta medio abierta de Jessica. Observó por la ranura que su hija, metida entre las sábanas, dormía tranquilamente. <<Y pensar que eso era el cuarto de la plancha>>, pensó Robert sonriendo.

Cuando entró en su habitación encontró a Melissa ataviada con un sugerente camisón tan escueto que podía ver una pequeña parte de sus braguitas de encaje.
Robert alzó las cejas en un gesto divertido.

-Oh, vaya.
-Se avisa a los pasajeros que este viaje puede estar lleno de turbulencias –dijo Melissa con voz sugerente mientras se tocaba un mechón de pelo.

Robert, aún sonriendo, cerró la puerta tras de sí y comenzó a quitarse la ropa.
Desde hacía años habían aprendido la antigua técnica de la copulación en silencio, y Jessica nunca les había oído ni visto.
Al principio se había hecho algo extraño, incluso Melissa dijo que no podía hacerlo y estuvieron un mes sin tocarse, pero poco a poco fueron acostumbrándose a la nueva vida.


8 de julio de 2019




Cuando Robert aparcó el Land Rover Range Rover negro, Jessica salió raudamente hacia el contacto de la naturaleza.
Llevaba el cabello sujeto en dos coletas bajas destensadas y lucía un precioso vestidito azul con bordes blancos y unos zapatitos blancos cómodos y aptos para terrenos abruptos.

Melissa salió del coche vistiendo una camisa de tirantes blanca y unos pantalones de tela fresca de color negro. En los pies llevaba anudadas unas sandalias de estilo romano y su cabello estaba recogido en una cola de caballo.

Robert vestía una camisa a cuadros blanca y roja de manga corta y unos vaqueros tejanos. Caminaba sobre unas sandalias frescas.
Melissa cerró la puerta y rodeó el todoterreno hasta que abrió el maletero y sacó una cesta. Miró a Jessica.

-¡Jessica, cariño! –la llamó-. Ven a ayudarme. Coge este mantel y esa bolsa.

Robert cerró el coche con llave y miró en derredor. Aquella mañana habría mucha gente, puesto que el parking estaba casi completo.
Entrecerrando los ojos a causa del sol vio que su mujer y su hija correteaban allá delante.
Finalmente llegaron a un lugar idóneo: a la sombra de un abeto centenario donde la superficie hacía una especie de altiplano. Allí Melissa dijo a su hija que extendiera el mantel, y Robert les ayudó a alisarlo. No había demasiado viento, así que no tuvieron problemas para ordenarlo todo.

Cuando Melissa había dispuesto los platos, la comida y la bebida, Jessica sacó de la bolsa dos raquetas y una pelota de tenis más blanda que las originales. Robert era cauto; era probable que Jessica disparase la pelota contra alguien.

-¡Vamos, mamá! –gritó Jessica correteando con la raqueta en alto-. ¡Seguro que esta vez te gano!
-¿Ah sí? ¡Eso habrá que verlo!


Melissa y su hija se pusieron a jugar a tenis en una superficie plana. Alrededor había gente, pero estaban lo suficientemente lejos como para no sufrir ningún accidente.
Robert sonreía. Melissa tenía un buen revés, pero no quería humillar a su hija, así que jugaba a un nivel bastante bajo.
Jessica, en el otro extremo, daba golpes con la raqueta como si fueran hachazos, pero estaba sonriendo. Aquello era la recompensa. La sonrisa de su hija era el mayor tesoro que podía tener.

Robert bajó la mirada y sacó un libro de la cesta. Se acomodó apoyando la espalda en el enorme tronco del árbol y abrió el libro por la página 332.
Al cabo de una hora, Melissa regresó a la sombra del abeto sudando y jadeando. Su raqueta colgaba de la muñeca, y tuvo que agacharse para recobrar el aliento. Jessica, por otra parte, jugaba al tenis con una niña.

-Ha hecho una amiga –dijo Melissa aún jadeando-. Así que dejo que la exprima a ella. Además de jugar al tenis me ha hecho correr, esconderme, saltar…
-Sé de alguien que dormirá como un tronco esta noche –dijo Robert. Melissa soltó una risilla.
-Me quedaré aquí contigo. Oh, pero antes –miró a su hija-. ¡Jessica! –la niña detuvo su movimiento de raqueta y la miró-. Recuerda que en unos veinte minutos comeremos, ¿vale?
-Sí, mamá –y acto seguido dio un potente raquetazo que envió lejos la pelota. La otra niña, una pelirroja de aspecto frágil, correteó para buscarla mientras Jessica reía.


Melissa dio un trago largo de su agua y miró durante unos minutos a su hija. Se sorprendió a ella misma sonriendo mientras la leve brisa estival mecía su cabello, igual que el extenso césped que todo lo cubría.

-Se la ve feliz, ¿verdad?
-Sí, así es –afirmó Robert-. Y me alegro por ella. Últimamente está demasiado apagada, pero nunca nos cuenta nada.
-Lo sé. Espero que no se cierre a sus padres, igual que… -Melissa enmudeció repentinamente. Robert sabía a qué se refería, pero prefirió callarse y soltar un suspiro.
-Ayer llamó Mark –dijo Robert atrayendo la mirada de su mujer-. Me dijo que mi madre está muy enferma, aunque no quiere decir qué le pasa –Melissa frunció el ceño-. Además me dio una mala noticia. ¿Recuerdas la ilusión que les hacía a Mark y a Grace el ser padres? –Melissa asintió con la cabeza-. Pues resulta que mi hermano es estéril.
-Oh, mierda. ¿Cómo se lo ha tomado?
-Mal. Conozco a mi hermano y sé que cuando se ríe sin ganas significa que por dentro está llorando.
-Vaya. Pobre Mark y pobre Grace. Deberíamos hacerles una visita.
-¿Sí? ¿Tú crees? –Melissa asintió.
-Pero creo que, después de lo que les ha pasado, sería poco inteligente llevar a Jessica. Imagínate: una familia completa al lado de un estéril. Es muy reciente para él.
-Tienes razón. Podríamos dejarla con Charles y Amanda. A Amanda le haría mucha ilusión, desde que Jared se mudó a la residencia universitaria se encuentra muy sola.






11 de julio de 2019




-¿Te gusta la tarta de limón? –le preguntó Amanda a Jessica. La niña, cabizbaja, se encogió de hombros. Amanda no perdía su sonrisa en aquel rostro arrugado.
-Le gusta –dijo Melissa-. No te preocupes, Amanda, no es una niña problemática.
-Soy una buena chica –dijo Jessica tímidamente.
-¡Por supuesto! –dijo Amanda soltando una risa tierna. Había aspectos de Amanda que Melissa envidiaba, pues la mujer tenía un instinto maternal que destilaba por todos los poros de su cuerpo.
-¿Seguro que no hay ningún problema? –preguntó Robert.
-En absoluto –aseguró Amanda-. Además, Charles y yo teníamos pensado jugar al parchís esta noche, así que con una más será más divertido. ¿Qué me dices, Jessica?
-Bueno, vale –dijo la niña encogiéndose de hombros nuevamente.


Melissa se acuclilló frente a su hija y le dio un beso en la frente. Poco a poco Jessica fue volviendo a la normalidad, y le dedicó una sonrisa.

-Serás una buena chica, ¿verdad?
-Sí, mamá. Lo seré. ¿Y tú?
-Lo seré.
-¿Dónde está mi pequeña astronauta? –preguntó Robert alzando a Jessica del suelo. La niña soltó una risilla y su larga cabellera flotó grácilmente.
-¡Aquí! –dijo Jessica riendo.
-¿Serás buena con los Connor? –Jessica asintió repetidas veces-. Muy bien. Mañana por la mañana vendremos a buscarte y te llevaremos al colegio, ¿de acuerdo?
-Vale, papá. Te quiero –Jessica rodeó con los brazos el cuello de su padre y él sonrió. Era la primera vez que oía un te quiero de su hija. Melissa sonreía igual de sorprendida y embelesada por la repentina ternura de la niña.




Cuando Robert y Melissa llevaban un cuarto de hora en la carretera, Melissa se sintió incómoda. ¿Sería bueno llamar tan pronto para saber cómo estaba su hija?
No, era demasiado pronto. Aunque, sinceramente, estaba muy nerviosa. Era la primera vez que dejaban a su niña con otras personas. Y aunque Amanda y charles eran las personas idóneas para cuidar de ella, no podía apartar el angustioso sentimiento de abandono.

Cuando Robert puso su mano encima de la su rodilla y le dedicó una sonrisa fugaz, los temores infundados de Melissa se evaporaron como niebla matinal.



El día anterior Robert había telefoneado a su hermano, y habían quedado en cenar en su casa. El resto del día hubiese sido imposible, puesto que tanto Mark como Grace formaban ahora parte del equipo directivo de Brigham’s y tenían mucha faena.

Los faros del todoterreno iluminaban la carretera que discurría entre Carmyle y Glasgow. Había poco tráfico en aquella hora, y Robert había encendido la radio del coche. Cuando se cansaron de las emisoras que ofrecía, Melissa introdujo su usb con cientos de canciones, entre ellas, muchas de su compositor favorito: Akira Yamaoka.

Robert detuvo el coche en un parking cerrado cerca del Hotel Hilton, pues su hermano vivía en un ático cercano.
Melissa se miró en el pequeño espejo del coche, observando que su maquillaje estaba perfecto. Era un gesto estúpido y no sabía cuándo ni dónde había adquirido ese hábito.

Cuando estaban en el ascensor del edificio de catorce pisos de altura, Melissa sintió nuevamente ese sentimiento asfixiante. Algo le decía que las cosas no funcionaban como debían.
Un beso de Robert la calmó, y finalmente caminaron hasta la puerta de Mark y Grace.

Grace abrió la puerta, mostrando una seductora sonrisa. Tenía algo más de treinta y cinco años, y su cuerpo parecía no conocer lo que eran las arrugas. Miranda Lawrence hubiese dicho que aquella mujer había pactado con el mismísimo Diablo.

Grace invitó a Robert y Melissa a que entrasen, y ambos se maravillaron nuevamente con la estructura vanguardista de la casa. Era todo perfecto, impoluto y luminoso.
Melissa y Robert subieron una plataforma de parqué y encontraron a Mark escanciando un poco de vino en unas copas.

-¡Robert, hermano! –Mark anduvo hacia su hermano y ambos se abrazaron mientras se contaban lo bien que estaban. Melissa y Grace reían. Aquellos gestos heredados desde la infancia siempre atraían las miradas de los demás.

Cuando Mary Shepherd, la asistenta, puso la cena en la mesa, Melissa aspiró profundamente el delicioso aroma. Era pato asado con especias, y olía realmente bien.
Mark insistió en que su hermano y su cuñada bebiesen más vino, y al final de la cena los cuatro estaban riéndose por tonterías y comentando trivialidades.

Sobre las dos de la mañana Mark y Robert se encontraban en la terraza superior del piso, donde aguardaba una piscina de agua silenciosa. Mark sujetaba una copa de vino, y Robert se apoyaba en la valla de cristal, observando las luces de Glasgow, las sirenas de la policía a lo lejos y las estrellas arremolinándose en el firmamento.

-No se puede tener todo en esta vida –murmuró Mark-. Parece algo imposible. Y, ¿sabes? Te admiro –Robert viró el rostro para observar a su hermano-. Sí, Robert, te admiro. Sacrificaste las riquezas de Brigham’s para formar una familia con Melissa, a pesar de la mala reputación que tenía por aquel entonces. Me alegro que la prensa se haya olvidado de ella.
-A veces, en momentos puntuales, nos encontramos con la prensa, pero Mel sabe esquivarlos.
-Sí. Melissa, una gran mujer –Robert asintió-. Y tú, mi querido hermano, un gran hombre. Supiste tomar la decisión adecuada.
-¿Te estás planteando dejar Brigham’s? –Mark guardó silencio unos minutos.
-Lo he pensado, sí. Pero no serviría de nada. Ahora mamá está enferma y si… bueno, si ella faltase y yo abandonara la empresa, contando con que Grace haría lo mismo, ¿Quién se quedaría al mando? ¿Un japonés de esos? ¡Ni hablar! No, no. Tú sacrificaste Brigham’s por la familia, yo ahora tengo que sacrificar mi familia por Brigham’s.
-No es del todo así, Mark. No tienes que sacrificar nada, simplemente dosificar tu tiempo. Además, estás dando por sentado que nunca tendrás hijos. ¿Qué hablamos por teléfono?
-Ya lo sé, Robert, pero las cosas no son tan fáciles. No sé, últimamente se me está cayendo todo encima y es demasiado peso, ¿sabes? –Robert asintió lentamente con la cabeza. Mark dio un sorbo a su copa, vaciándola, y la dejó sobre una repisa de cristal. Unos segundos más tarde entró Grace apresuradamente, apoyándose en el marco de la entrada. Estaba jadeando y tenía los ojos desorbitados.
-¡Melissa! ¡Le ocurre algo, y no sé qué hacer!

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