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martes, 22 de marzo de 2011

El Heraldo de la Magia

Tiempo atrás, cuando las grandes ciudades aún estaban en guerra por la hegemonía mundial, Cario Uroboros se alzó como el más importante mago de la norteña ciudad de Varnera. La región estaba siempre impregnada por la confusión de las almas, pues vivían en un constante invierno manchado por los fuegos del volcán que se alzaba al oeste.
Y era ese el mayor problema.

A los pies del volcán se extendía una gran tribu de hombres y mujeres tan extraños como hábiles. Poseían orejas y cola felinas y su destreza en la batalla era admirable.
Pero Varnera no podía dejarse amedrentar por aquellos salvajes. Ellos contaban con el don de la magia. Tenían a su servicio al gran mago Cario Uroboros, quien se ganó la confianza del rey y éste le otorgó el noble título de Cario el Heraldo de la Magia.


Cario se había criado en una granja de las afueras de Varnera y siempre había destacado de entre sus cuatro hermanos como la flor que asoma entre la maleza.
Sus habilidades para la magia eran sorprendentes y en poco tiempo el monarca se fijó en él y contrató sus servicios. ¿Qué mejor que un mago cuando se estaba en guerra?

Desde su torre de losas negras y tejado picudo Cario observaba el agua estancada en su cuenco de plata. En él podía ver los movimientos de los enemigos, sus posiciones e incluso sus planes.
Muchas veces el rey se maldecía por no poder ver nada en el agua, pues si él pudiese echar un vistazo allí dentro seguramente tiraría una piedra con el deseo de poder infligir algún tipo de daño al líder de los pumas salvajes, tal y como él los llamaba de modo despectivo.

Una noche de cielo tranquilo, cuando la nieve lo cubría todo con su majestuoso silencio, un mensajero del rey llegó a las puertas del reino con los ropajes hechos añicos y manchado de sangre. El horror estaba marcado en su rostro y sus manos temblaban como flanes de huevo.

-¿Qué ocurre? -preguntó el rey.
-¡Los pumas! ¡Los pumas, mi señor! Atacaron nuestro carromato en el paso del acantilado. Nos tendieron una emboscada.
-¡Llamad a Cario! -exigió el rey.

El Heraldo de la Magia se presentó ante el rey vistiendo su regia túnica negra y su sombrero picudo. Además apoyaba la mayor parte de su peso en un alto bastón de roble cuyo extremo estaba tallado con la cabeza de un fiero dragón.

-¿Qué ocurre, Su Majestad? -preguntó el mago inclinándose ante el rey.
-¿Qué significa esto, Cario? -exigió saber el rey haciendo un ademán con el brazo. Cario miró al mensajero herido y frunció el ceño-. ¿Por qué no has visto esto?
-Oh, mi señor, las fuerzas de la magia no son siempre certeras. La magia está ligada a nuestras decisiones y puede que esos pumas cambiaran sus planes a última hora. Os ruego me disculpéis e intentaré enmendar este fatídico suceso con una visión en mi torre.
-Así sea -dijo el rey entrando nuevamente en el castillo.

A la mañana siguiente el rey, dos capitanes, un Señor de la Guerra muy preciado por el monarca y el mago Cario se reunieron, como era habitual, alrededor del cuenco de plata.
El Heraldo de la Magia llenó el cuenco con agua del manantial del sur y encendió unas velas que iluminaron lánguidamente la sala.

Cario se inclinó sobre el cuenco y frunció el ceño. El Rey se apoyó sobre su enorme espada con las dos manos y aguardó con impaciencia.
Los demás hombres parecían igual de intranquilos.

-¿Qué ves? -preguntó el rey. Cario parecía tenso y sudoroso.
-Los pumas del oeste avanzarán arrastrándose en la noche a través del paso del acantilado. Reunirán un gran número de soldados. Ahora que han matado a unos cuantos de los nuestros seguramente creen que pueden tomar Varnera.
-¿Es ese su plan? -preguntó el rey-. ¿Tomar la ciudad?
-Así es. Pero podemos hacerles frente antes de que crucen el paso. Mi señor, podría reunir al ejército detrás de las rocas que ocultan el paso y tenderles una emboscada.

Y así fue como el rey y sus hombres se prepararon para la guerra. El mago no quería marchar con ellos pero su presencia fue requerida por orden expresa del monarca. Así pues, Cario Uroboros montó en un caballo negro y galopó junto al rey y los altos cargos militares.
Una tropa de trescientos sesenta y cinco hombres seguían a los líderes de Varnera empuñando hachas, lanzas, espadas y robustos escudos de acero y madera barnizada.

Todo el ejército de Varnera se ocultó detrás de las enormes rocas que poblaban los altiplanos colindantes al acantilado. Y, tal y como dijo el mago, una horda de pumas salvajes avanzó hacia el paso sin sospechar si quiera que serían atacados.
El rey cerró con fuerza la mano en la empuñadura de su espada al ver al líder de sus oponentes montado sobre un enorme tigre de bengala de pelaje dorado.

Cuando los salvajes entraron en el paso, el rey dio un grito de guerra y todos sus hombres salieron al encuentro de sus enemigos.
El clamor de la batalla se fusionó con las nubes y los truenos rasgaron el cielo haciéndolo sangrar en forma de diluvio.

Los gritos, el sonido del impacto del acero, las patadas, los puños y la sangre marcaron con fuego la tierra. Cario observaba con los ojos bien abiertos el terrible espectáculo mientras se aferraba su bastón con ambas manos.

El rey dio la estocada final y clavó el acero de su espada en la carne desnuda del líder de los pumas salvajes. Viendo como su vida se le escapaba lentamente de las manos, el hombre cayó de inmediato tiñendo de rojo oscuro la tierra y la vegetación que encontró al perder sus fuerzas.

El señor de Varnera alzó la espada y gritó <<¡Victoria, victoria!!>>. Ya podían celebrar que el orden se había impuesto sobre el caos. Y la mejor manera para hacerlo era celebrándolo en el comedor del castillo, donde innumerables jarras de cerveza, jamón y queso curado, entre otros manjares, estarían esperándolos a la luz de un agradable fuego que ascendería más y más como manifestación de su orgullo y poder.

Pero al subir por el sendero que serpenteaba hasta el reino, todos los hombres quedaron perplejos ante la visión que ofrecía Varnera.
La ciudad entera estaba siendo devorada por unas poderosas y brillantes lenguas de fuego.

Al entrar en la ciudad pudieron ver que los habitantes estaban muertos. Todos habían sido atacados durante su marcha y presentaban heridas de espadas y mazas. Aunque la mayoría quedaron calcinados el rey pudo distinguir la forma de las heridas, y con toda la seguridad del mundo pudo afirmar que habían sido hechas por las armas de los salvajes del oeste.

-¿Qué se supone que es esto, Cario? -exigió saber el rey. Y entonces el mago se derrumbó ante los pies de su soberano con los puños cerrados a modo de súplica.

No tuvo más remedio que confesar la verdad. Cario Uroboros era en realidad Niero Uroboros, el hermano gemelo del mago. Pero Niero siempre había sido la oveja negra de la familia. Su hermano era idéntico a él. Ambos tenían una larga cabellera azabache, un cuerpo delgado y alto y unos ojos grandes y celestes. ¿Por qué, entonces, él no podía ser un poderoso mago como su hermano? Era injusto. ¡Era inconcebible!

Así fue como Niero encarceló a su hermano Cario en las mazmorras de su torre, donde cada día que pasaba exigía hacer uso de sus poderes para luego mostrárselos al rey y así ser cada día más respetado.
Pero Cario ya no podía más. La sombra de la cárcel había nublado su poder y su vida y sus últimas visiones eran inexactas e incluso erróneas.

La envidia y malicia de su hermano gemelo hizo que el rey ejecutara a Niero Uroboros en la plaza de Varnera y liberó al verdadero mago.
Años más tarde, Cario Uroboros fue nombrado Mago Real y con su ayuda contrataron a muchos hombres que repararon la ciudad y trajo la paz con los salvajes del oeste.



Licencia Creative Commons
El heraldo de la magia por Jessyca Mayorgas Arrabal se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España.
Basada en una obra en edriellelaescriba.blogspot.com.

2 comentarios:

  1. Qué puedo decir que no te haya dicho ya... xD Sigue así, me encantan las historias con finales inesperados :)

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  2. ¡Gracias, Dani! ^^ Hoy he soñado con algo parecido a este relato y me he despertado muy inspirada =P

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