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miércoles, 6 de abril de 2011

Capítulo III

13 de septiembre de 2010




En una agradable mañana de septiembre, Robert se encontraba sentado en el banco de madera del porche leyendo el periódico. Intentaba hacer caso omiso a las páginas que hablaban de la posible crisis en Brigham’s.

Melissa despertó con el cabello revuelto y una imperiosa necesidad de tocarse los pechos. Entonces notó mucho dolor y una hinchazón anormal. Aún con los ojos medio cerrados, se palpó los senos, y en realidad parecían dos globos a punto de estallar.
Cuando bostezó unas cuantas veces se levantó de la cama y caminó hacia la cocina, donde encontró la cafetera puesta y un plato con una ensaimada. Sonrió. Fueran cuales fuesen los temores que rodeaban la vida de los recién casados, Robert no perdía ni un ápice de romanticismo y caballerosidad.


Robert pasó la página del diario y por la puerta salió Melissa ataviada con una bata blanca, unas zapatillas aterciopeladas de color gris y portando un café y una ensaimada. Melissa señaló su desayuno con la barbilla y sonrió.

-Supe que no tardarías en despertarte –dijo Robert haciéndole un sitio en el banco.
-Gracias. Está muy buena.
-He comprado una caja esta mañana.
-¿Cuándo? –preguntó Melissa con la boca llena.
-Esta mañana, sobre las siete. A las seis de la mañana tuve que despertarme porque no dejabas de quejarte, y aunque te tapé no supe qué te pasaba, y me parecía molesto despertarte para preguntarte. Lo más probable es que no hubieses podido continuar durmiendo.
-Bueno, me tiene que bajar la regla, y me duelen mucho los pechos.
-No será por lo de anoche, ¿no? –Melissa estalló en carcajadas y pegó suavemente a su marido en el hombro. Robert también reía, y le dio un mordisco a la ensaimada de su mujer.







18 de septiembre de 2010



Melissa no podía ocultar más su preocupación. Los días se hacían inexplicablemente pesados y llevaba dos días en cama. Emily había llamado por la mañana preguntando por su estado, pero Melissa intentaba hacer que todo transcurriera con normalidad.

-¿Has ido al médico? –preguntó Emily. Melissa dio un trago a su té verde y lo dejó en la mesa de madera clara.
-No, no he ido aún. Ni siquiera he hablado con Robert.
-¿No? –Emily parecía sorprendida al otro lado del teléfono-. Creo que deberías hablarlo con él. Es un buen hombre. Os conozco desde hace… no sé, ¿dos años? –Melissa no podía verla, pero Emily asintió con la cabeza-. Es un buen hombre, debería saber qué te pasa.
-Él sabe que estoy mal, pero aún no me ha preguntado. Sabe que no me gusta que anden preocupándose por mí como si fuera una niña débil. Pero… sinceramente me encuentro débil. Extraña.
-Mel, por favor, ve al médico. Sólo una revisión rutinaria. ¿De acuerdo? –Melissa enmudeció unos segundos hasta que Emily pronunció su nombre.
-Está bien.





19 de septiembre de 2010




Robert se encontraba en casa de su amigo Charles Connor, propietario de una firma de muebles con tiendas en Baillieston, Carmyle, Newton y Birkenshaw. No era nada en comparación con grandes firmas como Ikea, pero sus tiendas le daban el suficiente beneficio como para vivir sin preocupaciones.
Cuando se enteró que Robert Brigham había abandonado la empresa familiar se escandalizó, pues no se imaginaba como un hombre que podría vivir por todo lo alto lo había sacrificado todo por vivir con una mujer de dudosa simpatía. Pero todo eso se lo guardaba para él, pues Robert era su amigo y no deseaba hacerle daño con sus comentarios.

-Así que te quedas definitivamente en Carmyle, ¿eh? –dijo Charles sorbiendo su té. Amanda Connor, su mujer, había servido un poco de té y después se retiró a su despacho para hacer unas llamadas.
-Así es. Dejo Glasgow. Dejo atrás todo eso…
-Robert, no juzgo tu cordura, pero, ¿crees que es lo mejor?
-Charles, tú me conoces, sabes que odiaría tener una familia como la que me vio crecer. No podría pasear a nuestros hijos, ni enseñarles cosas. Se encargaría Melissa o algún tipo de asistente, y eso me hierve la sangre.
-Es decir, quieres más tiempo para ti.
-Exacto.
-Pero no puedes estar sin hacer nada. ¿Cuál es tu plan? –Robert frunció el ceño y bebió un poco de aquella taza de porcelana con relieves dorados.
-No lo sé, la verdad. Ha sido todo muy repentino. Supongo que dentro de unos meses, cuando todo se estabilice, buscaré algún trabajo que me permita tener tiempo para mi mujer.


Amanda bajó las escaleras regañando a Jared, su hijo de ocho años, porque corría por el pasillo. Jared continuó caminando cabizbajo hasta que cruzó la arcada del salón y después salió al porche, donde le esperaban sus amigos.


Melissa se encontraba en la bañera del cuarto de baño. En aquella casa sólo había dos cuartos de baño, y el superior era el único que tenía una bañera. Pero, paradójicamente, era el menos usado. Normalmente utilizaban el de la primera planta, puesto que la ducha les ahorraba tiempo.
Sin embargo, aquella vez, Melissa pensó que necesitaba algo diferente, y un baño era la excusa perfecta.

Entonces, la armonía del momento se quebró cuando del teléfono móvil sonó One more soul to the call, de Akira Yamaoka.
Creando ondas en el agua, Melissa sacó su brazo y descolgó el teléfono.

-¿Sí? –su voz relajada retumbaba débilmente con un eco en la habitación silenciosa.
-¿Señorita Brigham?
-Sí, soy yo.
-Tenemos los resultados de los análisis.





Aquella noche Robert había preparado canelones con una generosa cantidad de bechamel. Sabía que Melissa adoraba la bechamel, y pensó que cocinándole aquello sus aflicciones secretas se verían mermadas.
Pero parecía no dar resultado. Melissa comía en silencio. De vez en cuando contestaba a algo que decía Robert, pero no eran más que palabras monosilábicas.

La televisión rellenaba los huecos silenciosos que transcurrían en aquella cena intranquila. Entonces Robert vio que Melissa cogía su tenedor con demasiada fuerza, pues su piel se había tornado aún más blanca de lo que era.

-Mel… ¿va todo bien?
-No. Bueno, no estoy segura –entonces Melissa alzó el rostro y clavó su mirada en los ojos de Robert-. ¿Estarías preparado para ser padre?
-Mel, ¿qué…?
-Me hice unos análisis. Estoy embarazada.


Durante largo rato la televisión fue lo único que se escuchó en la cocina. La mujer, Bárbara Flink, comentaba los sucesos ocurridos aquella semana, y lo más destacable era una inundación al norte de Inglaterra.
Pero entonces, Robert soltó su tenedor, dio un trago a su vino y se levantó. Rodeó la mesa hasta ponerse de cuclillas al lado de Melissa. Ella le observaba con un recelo instintivo.
Robert le cogió de la mano.

-Sólo si ese hijo lo tengo contigo. ¿Estás tú preparada? –era como preguntarle si estaba preparada para que le arrancasen el cerebro. ¡Se trataba de un hijo! ¿Cómo podía estar tan feliz? ¿Es que no sabía lo que eso significaba? Pero, después de todo, un extraño sentimiento que Melissa contemplaba como ajeno afloraba en su interior. Una parte de ella deseaba ser madre. Una parte de ella que desconocía.
-No sé qué nombre va a tener –Melissa había respondido a su pregunta con uno de sus extraños mensajes, pero Robert ya la conocía. Ambos sonrieron y Robert se incorporó para besarla.







13 de enero de 2011





Un martes a las siete de la mañana, el teléfono fijo que Melissa tenía en su mesilla de noche sonó. El timbrazo sacó a los Brigham de sus sueños.
Melissa, con los ojos cerrados y la boca entreabierta cogió el auricular.

-Diga –dijo con una voz tan ronca que le sorprendió. ¿Esa era ella o seguía soñando?
-Hola, Melissa, soy Charles Connor, ¿cómo estás? –Melissa bostezó instintivamente antes de hablar.
-Bien, estoy bien. Oh, gracias por la cena de ayer, estuvo genial.
-No hay de qué. ¿Puedo hablar con Robert? Tengo buenas noticias.
-Sí, un momento –Melissa se giró y vio que su marido se había vuelto a dormir. Estaba boca abajo y medio rostro hundido en la mullida almohada. Melissa se sentía sin fuerzas, así que optó por golpear a su marido débilmente con el auricular en la cabeza. Robert alzó el rostro enseguida y Mel sonrió-. Es Charles.
-Uhm –Robert pestañeó unas cuantas veces hasta ponerse el auricular en la oreja-. ¿Qué tal, Charles?
-Bien, muy bien. Hace una hora que me desperté. Ahora llevaré a Jared a la escuela y después pienso irme de pesca. ¿Te gusta pescar?
-Sí, claro.
-Perfecto. ¿Nos vemos en Jewson a las diez?
-Claro. Hasta luego.

Robert le pasó el auricular a Melissa y ella colgó. Se quedó mirando a su marido unos segundos hasta que él terminó de bostezar.
La mirada de Melissa era de interrogación, así que Robert habló:

-Quiere que vaya con él a pescar.
-¿Y ya está?
-Sí, ¿por qué? -¿dónde estaban las buenas noticias?, se preguntó Melissa.
-Por nada. ¿Vendrás a comer?
-Espero que sí, con un cubo lleno de peces –Melissa sonrió y Robert le besó en la frente.


Cuando Robert salió del cuarto de baño, encontró a Melissa sentada a la mesa circular tomando un café y hojeando el periódico. Tenía la larga cabellera sujeta en un descuidado moño del cual algunos mechones colgaban ondulantes.

Robert dedicó una nueva mirada a su mujer: estaba radiante. El embarazo le estaba sentando realmente bien. De su vientre, oculto bajo la tela del camisón, sobresalía un bulto que comenzaba a tomar forma. Allí dentro estaba su bebé. Su hija, pues hacía dos meses que ya sabían su sexo.
La doctora Kaspbrack, que se encargó del embarazo de Melissa desde el primer día, les dio la buena nueva, y ambos quedaron encantados.

La duda flotaba en el aire. ¿Qué nombre le pondrían a la pequeña? Ninguno de los dos lo tenía claro. A él le parecía que Melissa era un nombre precioso, pero ella dijo que no se lo pondría puesto que sonaría repetitivo. Además, le contó el porqué de su nombre.
Todo se resumía en que un día, Miranda Lawrence tuvo un capricho con el té mientras estaba embarazada, y dedicó varios días a beber única y exclusivamente té de Melissa. Fueron tan apacibles sus sueños que terminó por llamar a su hija del mismo nombre. Aunque el encanto se rompió cuando la madre, un día, le había dicho que era la causante de sus pesadillas hechas realidad. Incluso afirmó que su propia hija venía directa del Averno, y que por eso rezaba todos los días.

Pero había algo más. Una mañana de diciembre había llamado Audrey Brigham interesándose en el estado del bebé. Del bebé únicamente.
Entonces Robert le informó sobre el asunto y le aseguró que su nieta se encontraba en perfecto estado, que no tenía de qué preocuparse.
Fue cuando Audrey le acosó a preguntas y comenzó a intentar seducir a su hijo con nuevas promesas con tal de que se uniera nuevamente a la empresa. Obviamente él rechazó todo aquello, pues lo consideró palabrerío, y dedicó unos pocos minutos más para contestar cual robot. Después, enojando a su madre por sus respuestas evasivas, colgó el teléfono.

Unas semanas más tarde llamó Mark, anunciándole su compromiso con Grace. Si todo iba bien se casarían en junio en la iglesia de Glasgow. Aquello era un deseo que Audrey tenía desde hacía mucho tiempo: ver a sus dos hijos casándose en la iglesia donde ella contrajo matrimonio, tantos años atrás, con Ethan Brigham.
Pero cuando vio que su hijo mayor, Robert, se casaba por lo civil, no pudo contener su desilusión.


-Pareces un viejo –dijo Melissa mirando a su marido. Y es que su pinta era totalmente anticuada: pantalones pesqueros, botas de caña alta, sudadera, sombrero de pescar y a su espalda, cual espada legendaria, colgaba una larga caña.
-No lo niegues; estoy muy sexy –Melissa estalló en carcajadas y asintió con la cabeza. Robert se despidió besándole en los labios.


Robert y Charles se encontraban a orillas del río. Ambos habían lanzado los anzuelos, a la espera de alguna captura. Por el momento, a las once y tres minutos, habían pescado entre los dos cuatro peces. No era gran cosa, pero se lo estaban pasando bien.
Hablaron de trivialidades; de fútbol, de política y, finalmente, de empleo.
Fue cuando Charles, dando una calada a su cigarrillo, miró a Robert. Se sentó en una de las sillas de plástico que había traído y dejó la caña clavada en la tierra húmeda.


-¿Habéis comprado ya cosas para la niña?
-No, aún no. Aún quedan cuatro meses…
-¡Cuatro meses! –Charles soltó una risotada. Su barriga hinchada se bamboleaba bajo la sudadera gris-. ¡Cuatro meses! –repitió-. Eso pasa en seguida, créeme. Deberíais estar comprando ya la cuna… el cambiador y todas esas cosas.
-Pero si aún ni siquiera sabemos cómo se llamará.
-Eres un hombre brillante. Tienes una mentalidad veloz, pero cuando se trata de cosas íntimas te cuesta. Es por tu dinamismo y tu brillante coco que me gustaría que formaras parte de Connor’s Chair.
-¿Qué? –preguntó Robert alzando las cejas.
-Me gustaría que trabajaras en la contabilidad de la empresa. Sé que eres bueno. Tu licencia universitaria dice lo mismo, ¿no?
-Sí, pero… ¡Oh! ¿De verdad?
-¡Claro! Comenzarías la semana que viene, y podrías instalarte en un despacho de Carmyle. En la planta superior de la tienda están las oficinas, y he reservado un despacho para ti.
-¿Cómo sabías que aceptaría?
-Te conozco desde hace mucho tiempo, Robert. Además, estarás cerca de tu casa y sólo trabajarás ocho horas. No doce, como en Brigham’s. Bueno, los sábados trabajarás diez horas, pero hay que hacer cálculos, cierres y ese tipo de cosas.
-Está bien. Es genial, de verdad.






21 de marzo de 2011





El sólo hecho de caminar ya implicaba un suplicio para Melissa, así que se pasaba gran parte del día tumbada en su cama ojeando revistas o leyendo libros.
Pero aquel día había pasado muy lento, y Melissa se sentía agotada. Eran las seis de la tarde, y sentía que su cuerpo no podía más. Miró por encima de su barriga enormemente abultada y vio el reloj puesto encima de la cómoda para asegurarse otra vez de la hora.
En unas dos horas Robert llegaría, pero sentía que ni siquiera podría recibirle.
Poco a poco el sueño fue venciéndola, hasta que sus ojos se cerraron lentamente, emborronando su visión.


La noche era fría, gélida. Sentía que incluso el frío se tornaba tangible y trepaba por el interior de las sábanas como manos fantasmales.
El pulso de Melissa se aceleró, y unos temblores recorrieron su cuerpo. Las manos, aún más heladas y escurridizas, se abrieron paso por sus piernas, entrando en su interior. Una horrible sensación de asfixia se apoderó de ella. Pero sentía que nada podía hacer. Era como si su cuerpo estuviese muerto. Todo, menos su cerebro, dejó de funcionar.
Entonces las manos cobraron velocidad, y sintió como se cerraban en torno al bebé que protegía en sus entrañas.

Melissa comenzó a aullar de dolor y horror. Alguien había entrado en su cuerpo y tiraba con fuerza para arrebatarle al bebé.
Deseaba moverse, impedir aquella tragedia, pero su cuerpo no respondía.
Entonces, las manos fantasmales dieron un último empujón, y oyó el llanto del bebé y un dolor agudo concentrándose en su interior.

Melissa despertó de la terrible pesadilla emitiendo un grito tan audible que Robert, quien dormía a su lado desde hacía tres horas, se despertó en seguida.
Vio a su mujer jadeando con los ojos abiertos como platos. Se palpaba la barriga con ansiedad.

-Tranquila, Mel –dijo Robert con una voz sosegada-. Tranquila, era una pesadilla. Ya está –abrazó a su mujer y Melissa rompió a llorar en su hombro.






8 de mayo de 2011





Melissa se encontraba sentada en el diván del salón terminando una novela de ficción llamada Gaera, el trono de cristal.
El teléfono sonó y, con gran esfuerzo, alargó el brazo y descolgó el auricular.
Al otro lado estaba Emily, informándole sobre los acontecimientos que ocurrían por la biblioteca en su ausencia.

-¿Cómo te encuentras? –preguntó Emily pasados unos minutos.
-La verdad es que me siento como una pelota. Estoy hinchada por todas partes, me duele la cabeza, tengo calor… frío, nervios…
-Es lógico. ¿Cuándo está previsto el parto?
-La doctora Kaspbrack nos dijo que lo más probable era que pariese el quince de este mes.
-¡Oh, dios mío! –exclamó Emily-. ¡Queda muy poco! ¿Estás nerviosa?
-Estoy muy nerviosa, si te soy sincera.
-Bueno, bueno, cualquier cosa no dudes en contar conmigo –Melissa no dijo nada, pero en su fuero interno agradecía su preocupación-. Por cierto, ¿cómo va Robert? Me enteré hace poco que trabaja en Connor’s Chair.
-Sí, hace un tiempo que está allí trabajando. Es uno de los contables de la empresa, y dice que no está mal. Es lo suyo, ya sabes; números. Y, además, podemos pasar más tiempo juntos. Llega a las ocho y media, cenamos y tenemos toda la noche para los dos. No me quiero ni imaginar cómo sería si continuara trabajando en Brigham’s…
-Sí, después de todo es un alivio que se haya separado. Ah, ¿sabes ya cómo llamarás a la pequeña? –la capacidad de Emily para cambiar de tema era sorprendente.
-Pues no, aún no hemos decidido nada.
-¿Qué te parece Margaret? Es precioso –Melissa dibujó una mueca de asqueo y enmudeció-. Vale, no te gusta. ¿Qué tal Berenice? Mi abuela se llamaba así, y es un nombre muy bonito.
-Sí, si diera a luz a una abuela –Emily y Melissa rieron. Era algo extraño en Melissa, pero ella misma lo relacionó con su estado-. No, mejor no me des ideas. Ya sabré cómo llamarla cuando llegue el momento.



Esa misma noche Robert había puesto la calefacción, puesto que allá afuera estaba todo nevado y las temperaturas eran gélidas.
Ante él había un humeante plato de caldo de pollo con fideos. Pero antes de hundir la cuchara en el líquido amarillento esperó a que regresara su mujer.

Melissa había ido al cuarto de baño a refrescarse el rostro, puesto que, a pesar del frío, sentía la imperiosa necesidad de notar el agua fresca en la cara.
Ella había dejado la puerta abierta, así que Robert continuó hablando.

-Pues, como te he dicho por teléfono, han despedido a William. ¡Era un caradura! Se pasaba todo el día sentado sin hacer nada. Y ya sabes que Charles tiene mucha paciencia, pero llegó un momento que no podía más Si hasta quería darme órdenes a mí, cuando, según el organigrama, yo estoy por encima de él. Eso, claro está, no significa que le vaya dando órdenes, ¡pero…! Ya me entiendes –Robert dio un sorbo de su copa de vino tinto.

Melissa, apoyada en el lavabo, asentía y decía algún “ajá” para que su marido supiese que seguía ahí, pero Melissa no seguía ahí.
Tenía la mirada perdida en el reflejo de su cara y las gotas caían lentamente en la blancura de la porcelana del lavamanos.
Robert continuaba hablando, aunque hacía unos cuantos minutos que no le oía. Su voz parecía lejana, y lo que podía ver se estaba emborronando.

-Así que le dije: sí, ¿eh? Pues ya verás cuando no tengas nada que darle de comer a tu hijo –continuó Robert ajeno al estado de Melissa.
-Robert… -susurró ella desde el cuarto de baño.
-Pero él continuaba parloteando, ya sabes, tan gallito. No tenía ni idea que Charles estaba detrás de la puerta. No, no era ningún chivato; más tarde supe que estaba allí…
-Robert –interrumpió ella elevando el tono.
-¿Qué pasa?
-Robert… -entonces él escuchó el inconfundible sonido de un cuerpo desplomándose sobre el suelo.

Robert se apartó de la mesa a la velocidad de la luz, tirando inconscientemente el vaso al suelo. Cuando llegó a la arcada del cuarto de baño vio a su mujer inconsciente. Tenía la cabeza a pocos centímetros de la taza del váter y rezó por no ver sangre.
Optó por no moverla, pues era algo que había aprendido en un curso de primeros auxilios.
Cuando logró salir del estado de shok llamó a la ambulancia y tapó su cuerpo con la manta que había sobre el sofá.
Vio, entonces, que por debajo del camisón se escurría un líquido traslúcido: estaba de parto.




Melissa caminaba por un sendero pedregoso flanqueado por robles moribundos de aspecto enfermizo. El cielo estaba encapotado y una ligera niebla flotaba en el ambiente.
Al otro lado de la calle había un parque cercado por una valla oscura.

Melissa, llena de curiosidad, se fue acercando poco a poco.
A medida que avanzaba podía oír el rechinar del metal. Cuando llegó al parque vio que un columpio vacío se mecía en medio de la quietud.

Abrió la portezuela de madera que rechinó sobre sus goznes y entró en el parque. La tierra estaba oscura a causa de la humedad, y sentía que sus pies se hundían ligeramente, pero aun así continuó avanzando hasta que se sentó en el columpio.

Allá arriba el rayo desgarró las nubes, y una lluvia torrencial arreció la superficie. Pronto el cabello de Melissa se adhirió a su pecho, su rostro y su espalda. Su ropa hizo lo mismo, y tuvo que mirar con los ojos entrecerrados.

Cuando pestañeó unas cuantas veces a causa de la dificultad vio que ante ella había una silueta inmóvil.
Poco a poco la niebla que todo lo cubría dejó que Melissa observara con ligera nitidez. Dentro de la imperfección de la imagen Melissa pudo vislumbrar la silueta de una mujer. Lo extraño era, que a pesar de estar bajo una lluvia torrencial, su cuerpo y su cabello estaban completamente secos.

Entonces la niebla se disipó. No era una mujer lo que tenía ante ella. Allí había una niña de largo cabello azabache, idéntico al suyo. Por un momento creyó verse a sí misma cuando tenía diez años, pero entonces la niña extendió los brazos y dijo <<mamá>>.

-Jessica –pronunció Melissa caminando hacia su hija.
Cuando Melissa abrió los ojos vio mucha claridad, tanta que sus ojos tardaron en acostumbrarse. No estaba mojada, aunque sí sudorosa. Su oído empezaba a despertarse, igual que su vista, y podía oír un extraño pitido y un ruido de máquinas. La visión era algo borrosa, pero estaba segura de no estar en su casa.
A su derecha estaba Robert. Tenía el puño cerrado apretándole la boca y el ceño fruncido. Cuando vio que Melissa pestañeaba más veces la miró y se acercó a ella.

-Mel, cariño, ¿estás bien?
-¿Dónde estamos, Robert? ¿Dónde está Jessica? –Robert arqueó una ceja y miró a la enfermera.
-No se preocupe –aseguró la enfermera-. Aún está bajo los efectos de los sedantes.
-No –dijo ella-. Estoy bien. ¿Dónde está Jessica? ¿Dónde está mi hija?



Robert enmudeció. ¿Cuándo había elegido el nombre de su hija? Hasta el momento había sido una de las cosas más difíciles en su vida, y era algo que compartía con su mujer.
La enfermera esperó unas cuantas horas hasta que Melissa se estabilizó.

La puerta blanca se abrió, y una enfermera portaba en sus brazos un bebé de piel clarita, lechosa, y una pelusilla negruzca que se arremolinaba en la cabeza.
Melissa observó al bebé con los ojos como platos. Robert sonreía.
La enfermera puso al bebé en los brazos de Melissa con mucho cuidado, y Robert se sentó al lado.

-Nuestra pequeña –dijo Robert acariciando tímidamente la cabecita del bebé.
-Nuestra Jessica –dijo ella besándole la frente. El bebé no lloraba, pero emitía unos sonidos que Robert consideró tiernos.

2 comentarios:

  1. Lo sabía!! Sabía que se llamaría así <.<. Y si es como la otra Jess que conozco, que niña más mona han tenido *-*.

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  2. ¡Jajajaja! Tus dotes adivinatorias me dejan patiojipláticadifusa. Bueno, esta Jess quizá que también encierre muchos misterios ^^

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